jueves, 30 de julio de 2009

Fragmento de La última escapada, de Michael O´Brien


Enviado por el Sr. Aldo H. Delorenzi

Extraido del semanario Alfa y Omega N° 652/30 -7-2009 España


Nunca un medio de comunicación español ha entrevistado al escritor Michael O’Brien. A pesar de que sus novelas son best-sellers traducidos a nueve idiomas y de que la crítica lo ha comparado con George Orwell o Aldous Huxley, cuenta cómo en Canadá, su país natal, ninguna editorial se atrevió a publicar sus títulos. «Durante 20 años estaba convencido de que mis libros nunca serían publicados. Estaba seguro de que las fuerzas que reprimen la cultura católica habían ganado. Me equivoqué». Se equivocó. Hoy es uno de los periodistas y escritores más brillantes y leídos del mundo, y un referente en el panorama católico internacional.

Un retrato estremecedor..., y real

En La última escapada, O’Brien describe un aborto por nacimiento parcial. Nos ahorraremos calificativos: léala y opine usted mismo.

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«–Antes de llegar aquí, era profesor de neurocirugía en un laboratorio de investigación cerebral. Teníamos millones de dólares a nuestra disposición. Comprábamos cuerpos. Cuerpos vivos. Yo tenía un interés especial en ampliar las fronteras de la investigación a fin de hacer avances en la curación del Parkinson, del Alzheimer y de la epilepsia. La cuestión es que la mayor parte de las técnicas abortivas cortan al bebé en trozos, y era un asunto bastante desagradable para los asistentes el ir a buscar entre los trozos algún tejido cerebral aprovechable. Así que pagábamos a mujeres que iban a abortar para que dieran a luz al niño y lo entregaran en el laboratorio. Incluso pagábamos a muchas para que se quedaran embarazadas. Bastantes eran inseminadas artificialmente. Pueden ser necesarios docenas de niños para proveer de tejido cerebral a un solo paciente. (...)

Matar es fácil. Das a la mujer un anestésico local. Te agachas y agarras una de las piernas del niño con fórceps y tiras de ella hacia fuera. Luego extraes al niño con mucho cuidado para dejar la cabeza dentro. No te apetece oír ruidos. La base del cráneo queda expuesta. Metes las tijeras ahí, en la base del cráneo del bebé, y las abres para agrandar el agujero. Se mueve un poco. Luego pones un catéter para succionar y así se saca el cerebro. (…)

Un día hubo un caso que no salió según estaba previsto. El niño se escurrió demasiado rápido y acabó en mis manos antes de hacerme cargo siquiera de lo que había pasado. Abrió los ojos. Respiró y gritó. La madre lo oyó y movió la cabeza, buscándolo. Comenzó a pelear, se veía que tenía dudas. Una enfermera la sedó mientras yo cerraba la boca del niño con la mano, robándole el aire con mi pulgar. Se torció mucho. Me miró mientras moría. Me miró. (...)

Le devolví la mirada. No tenía que haberle devuelto la mirada, no tenía que haber vuelto a mirar. (...)

Era un niño. Una persona. Esa niña pequeña anónima era –de un modo que no puedo explicar mi propia hija, o mi hijo o..., mi mujer. Me dije a mí mismo: ya está, nunca más trabajaré en esta industria de la muerte».
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