por D. Gonzalo Fernández de la Mora
Epílogo del libro Sobre la felicidad (2001)
l hedonismo es una concepción de la ética que identifica el bien del hombre con el placer, entendido como el sentimiento agradable producido por la adecuada excitación de uno o varios sentidos. Aunque los efectos últimos de una sensación placentera puedan ser relativamente amplios, su origen es puntual. En cambio, la felicidad es un sentimiento difuso que ni está necesariamente vinculado a los sentidos ni es físicamente localizable, por ejemplo, el gozo que proporciona ser alabado.
Un cierto hedonismo fue propugnado, según fuentes indirectas, por Aristipo, y de forma relativamente atenuada por otros pensadores como Lamettrie en su libro L'art de jouir ou l'école de la volupté (1751). La elaboración teórica del hedonismo ha sido escasa y débil a causa de los insuperables problemas especulativos y empíricos que plantea. Sin embargo, tan profunda insuficiencia doctrinal no ha impedido que, al menos parcialmente, haya sido una práctica habitual del hombre. Compartido con otros animales, el placer físico encuentra su fácil cauce en las estructuras irracionales de nuestra especie.
La dimensión «instintiva» y sensorial del hombre gravita espontáneamente hacia el placer. No sería realista negar la tendencia y sus efectos felicitarios. Lo problemático del hedonismo se plantea en tres niveles: el primero es que la búsqueda del placer es individualista y egoísta; el segundo es que el hombre no está solo y ha de atener sus comportamientos al hecho social; el tercero es que el hedonismo tiene unos costes y el saldo final felicitario suele ser negativo.
Para el hedonismo radical los placeres por excelencia son las drogas y el sexo; para el hedonismo instrumental el bien supremo es el dinero porque permite adquirir lo que satisface a los sentidos. En el hedonismo hay un materialismo originario, puesto que cuanto excita los sentidos tiene extensión, o sea, masa. En cambio, los estímulos de la felicidad pueden ser inmateriales, como creer que se ha resuelto un problema algebraico.
No hay una necesaria relación directa entre cultura y hedonismo. Los núcleos intelectualmente más avanzados del mundo antiguo, como la Academia platónica y el Liceo aristotélico, no reducían el bien del hombre al placer. El saber medieval se concentraba en los ascéticos monasterios. Tampoco existe una correlación necesaria entre técnica y hedonismo, como demuestran las biografías de los grandes inventores y la historia universal de los artefactos útiles, desde el hacha de sílex hasta el ordenador. Sociedades técnicamente muy avanzadas para su tiempo como la alemana del último tercio del siglo XIX o la japonesa de mediados del siglo XX no eran hedonistas, y sus valores dominantes, como el honor, carecían de materialidad. El hedonismo práctico que se ha extendido a gran parte del Occidente actual no es una obligada consecuencia del desarrollo. La ciencia ficción presenta verosímiles escenarios donde la elevada tecnificación y la austeridad son compatibles y aun complementarias. Lo que acontece es que la contemporánea fabricación en serie de toda suerte de objetos posibilita la cosificación de los intereses humanos.
Cuando ya se había producido la explosión masiva de la ciencia aplicada, la sociedad española de mediados del siglo XX no era hedonista; ahora lo es, pero no por inexorable exigencia epocal. Deducir la causalidad de la simultaneidad es un viejo sofisma, demasiado refutado para que requiera nueva disección. La presión social y la fatalidad suelen ser excusas, más bien pueriles, no razones de una conducta.
Las actitudes juveniles son las más significativas, porque permiten entrever el futuro, y en España revelan una tendencia de creciente laxitud ética.
El hombre tiene serios problemas para adaptarse a su propia condición y a su medio; es, por naturaleza, un ser en desazón. Como consecuencia de esa constitutiva inestabilidad interior tiende a evadirse de la realidad propia y circundante. La evasión suprema es el abandono de la existencia terrenal o suicidio. En edades avanzadas, con un pronóstico médico desesperado y una agonía dolorosa, darse voluntariamente la muerte puede parecer el mal menor, una especie de eutanasia. Pero en buen estado físico, como suele ser el caso de los jóvenes, el suicidio es la prueba máxima de inadaptación a la existencia y de insuperable sentimiento de infelicidad. En sólo un cuarto de siglo, a pesar del envejecimiento de la población española por la baja natalidad y la prolongación de la longevidad, se ha pasado de un joven por cada seis suicidas a uno por cada cinco. Muy probablemente, estos desventurados, hartos de su apenas iniciada vida, sorprendieron con su trágica decisión a familiares y amigos y, si la víspera hubieran sido entrevistados por un rutinario sociólogo, es casi seguro que, por lógico pudor, se habrían manifestado contentos. Las estadísticas sobre la felicidad son muy poco reveladoras porque, salvo situaciones muy excepcionales, nadie se proclama desgraciado para no levantar acta pública de su propio fracaso existencial. Algo inadecuado hay en su forma de vida cuando los jóvenes se suicidan cada vez más.
Salvo el suicidio, el medio más enérgico de evadirse de la realidad son las drogas, milenario recurso del hombre desazonado. Aunque hay modernos fármacos sintéticos todavía más despersonalizadores, lo nuevo en España es la generalización e intensificación del consumo de alcohol y de cannabis entre los jóvenes. Las estadísticas son reveladoras a pesar del carácter clandestino y disimulado de la drogadicción; pero basta recorrer a determinadas horas ciertas calles de una ciudad para comprobar que las drogas blandas o duras se han convertido en asiduas compañeras, casi inseparables del ocio y la fiesta juveniles. En países desarrollados, como el nuestro, jamás los jóvenes habían dispuesto de tantos bienes materiales, de tan plurales oportunidades y de tanta libertad como a finales del milenio. Ni la indigencia ni la opresión son las causas determinantes de la juvenil huida existencial. Entonces, ¿por qué en la plenitud biológica y en condiciones sociales superiores a las de cualquier otra generación no cesan de incrementar su deseo de huir de la realidad? Esta es la gran cuestión pedagógica para la que se habilitan dos líneas de respuesta. Una es que la adaptación de los jóvenes requiere que los demás les sitúen en condiciones aún más privilegiadas. Otra es que hay algo deficiente en el actual modo juvenil de estar en el mundo.Procede investigar en la segunda dirección, puesto que las juventudes del pasado, material y socialmente menos dotadas por sus antecesoras, no tendían tanto a huir de la realidad.
¿Cuál es el ideal predominante en el joven actual? Básicamente, levantamiento de cualquier limitación social a su personal autodeterminación. Esta rebeldía afecta a los cimientos mismos, es decir, a la ética. No carecen de todo sentido del deber, pero rechazan las normas objetivadas por la tradición no ya familiar, sino genérica y prácticamente universal. Cada uno pretende fabricarse una moral a su medida, y cambiante según las circunstancias. Lo demás parece imposición y dictado.
Las religiones como el judaísmo, el cristianismo y el islamismo implican unas éticas tan claramente definidas que llegan hasta la minuciosidad casuística; apenas hay lugar para la duda y para la interpretación subjetiva. Paralelamente al rechazo de una moral objetiva, los jóvenes se han secularizado y aumenta el número de los agnósticos y de los no practicantes. Este descenso de la confesionalidad efectiva ha quebrado quizá la más profunda y firme de las vinculaciones de la conciencia individual a una moralidad concreta, estable y compartida.
La doble ruptura ética y religiosa deja al moralmente situacionista y dogmáticamente agnóstico en una posición de aislamiento ético; se presenta como una liberación, pero al mismo tiempo, es un retiro, un desamparo. La bondad se determina en soliloquio. Ha perdido no sólo un asidero esencial para adaptarse a la existencia, sino un criterio para valorar la conducta propia y las ajenas. El punto de partida es la indeterminación, y el riesgo es la indecisión o la deriva. El joven «desmoralizado» es como un complejísimo artefacto sin instrucciones de manejo; su vida moral es jugar un solitario.
El desasimiento ético es una acción negativa que crea un vacío y que requiere alguna consigna evitadora del nihilismo. ¿Qué se propone como solución a la incógnita del deber? Se propone, en primer lugar, el permisivismo. Quizá su formulación más nítida sea la famosa y contradictoria de la rebelión estudiantil de 1968: «Está prohibido prohibir». El repudio de las prohibiciones empieza por lo más elemental y zoológico después de la nutrición, el sexo. Ahora ya no es un mero escepticismo, es una acción supresora; no es indiferencia o duda, es descalificación. La receta condenatoria es un vocablo de resonancias freudianas, tabú como sinónimo de primitivo, mítico e irracional. La virginidad, la castidad, la fidelidad o la heterosexualidad resultan tabúes que procede recluir en el ámbito de las curiosidades antropológicas como la ablación genital femenina. La consigna todavía no es «sexo libre», puesto que aún no se afirma que la zoofilia o la pedofilia sean vestigios de un puritanismo arbitrario, es decir, otros tabúes. Quizá aguarden a la revolución pendiente.
Desde el sexo, el permisivismo se extiende a otras áreas. Todavía dentro del ámbito estrictamente biológico, se reclama el aborto libre. Esta demanda se trata de fundar en la tesis de que no es el padre, y menos aún la especie humana, sino la madre la única propietaria del que nacería si no se le impidiera venir al mundo en condiciones de sobrevivir y, por lo tanto, puede extirparlo como un lunar indeseado.
El dinamismo permisivista va escalando posiciones en la jerarquía de los valores desde los simplemente vitales hasta los superiores, y se extiende a todo el Decálogo, secularmente considerado expresión de ley natural, del que no queda ningún mandamiento incólume, aunque el sexto sea el más deflactado. Y de la relativización de los valores morales se pasa a la de los artísticos, políticos o jurídicos. La idea misma de un canon axiológico objetivo es incompatible con el permisivismo general. De ahí la baja adhesión a los partidos políticos, a las sectas, a las asociaciones. Las artes se relativizan y desintegran. La permisividad desemboca en el «todo vale» que, en realidad, no es tolerancia, sino afirmación de que todo es lícito, aunque esta conclusión todavía no sea expresa en los permisivos. Desde luego, aumenta la delincuencia juvenil.
Y, en segundo lugar, se propone el hedonismo: pasarlo lo mejor posible como objetivo vital. Y pasarlo ahora, aun a expensas del futuro, lo cual genera consumismo. Ahorrar no, sacrificio tampoco. El consumismo exige dinero, que así se convierte en algo que se aproxima al sumo bien de esos jóvenes. La cuestión de la capacidad o de la vocación se transforma en la de la rentabilidad, en la de qué actividad proporciona más ingresos. La familia aparece como suministradora de fondos.
Cuando las responsabilidades personales se diluyen, lo mismo para el presente que para el futuro, se endosan al Estado. Es el poder público el que tiene que ser previsor, benefactor y atender a la mayoría de los retos. Si hay problemas educativos, sanitarios, laborales o de suministros, la culpa es del poder público, no de cada uno.
Permisivismo y consumismo engendran pasividad y, finalmente, irresponsabilidad. Este es el modelo vital predominante en los jóvenes, que no los hace más felices que a otras juventudes del pasado con estilos vitales menos permisivos y consumistas, puesto que los de ahora huyen más de lo real, sin duda, porque lo consideran menos grato de lo que pensaron las anteriores generaciones, no tan inclinadas a evadirse.
El estilo de vida descrito es muy poco resistente al análisis. Como señaló Zubiri, la peculiaridad y la grandeza del homo sapiens es que, a diferencia de los irracionales, puede enfrentarse con el mundo no como estímulo, sino como realidad. Todo lo que sea evasión es involución y deshominización. La experiencia demuestra que la huida química es, a corto plazo, extremadamente contraproducente. Aquí resuena la sentencia de Max Scheler: «Primero placer y luego lágrimas.» Con la droga, el yo se disuelve en una especie de suicidio parcial y episódico. Es negación del propio ser; no es vivir, sino desvivir hacia la nada, pero con temor a la muerte. Es una paradoja trágica que el ser que es más ser en este mundo cifre su ideal en no ser o en ser menos. Es el extremismo del pesimismo metafísico, singularmente autodemoledor en una vida joven apenas incoada, más potencia que acto.
El agnosticismo religioso desliga de lo Absoluto y minimiza al hombre, así convertido en efímero episodio de la evolución cósmica, o sea, en simple medio al servicio de ignotos fines. Que se caiga en esa depresión óntica será motivo de mayor o menor comprensión y, eventualmente, compasión; pero es empíricamente antifelicitario que se propugne una convicción tan negativa. La Humanidad ha conocido diferentes modos de religarse con lo Absoluto; pero nunca ha abogado por desligarse, porque tal aislamiento es raíz de angustias, desesperación y, en definitiva, sentimiento de insignificancia. Véase la nostalgia de los que han perdido una creencia última. Además, muerto Dios, no todo, pero casi todo es posible.
Una moral a la medida del individuo concreto es una moral de intenciones, no de resultados, y su valor queda restringido a la intimidad. Pero el hombre vive en sociedad y a ésta le importan mucho más los efectos que los propósitos. A los tribunales han llegado los casos de benévolas enfermeras homicidas. La conciencia universal ha condenado las esterilizaciones coactivas con la quizá altruista intención de preservar una raza. Para algún cristiano cerril, ¿no sería bienintencionado ejecutar al niño recién bautizado y así asegurar su bienaventuranza eterna? Además, nadie puede afirmar la malicia de una intención ajena. Sería la impunidad insuperable. La convivencia pacífica y progresiva se asegura con una ética de resultados.
Las morales a la medida subjetiva tienden al egoísmo, que es, precisamente, la negación del supremo valor moral, el altruismo. La denominada moral a la carta es una especie de inmoralidad hipócrita porque evita el coraje de adoptar la simple amoralidad.
No acontece algo distinto con el Derecho. ¿Qué códigos a la carta se dictarían los delincuentes o los defraudadores del fisco o, simplemente, los apasionados de la velocidad y del riesgo? La discrecionalidad de las normas es la anarquía, el llamado estado de naturaleza o ley de la selva, pura involución. A nadie le está permitido hacer cualquier cosa en una sociedad. Jactarse de solidaridad en tales circunstancias puede ser o simple retórica o real vulneración del bien común. ¿No se declara las guerras agresivas por quienes creen encarnar el solidario interés de un pueblo? El bien protegible es el de la especie humana, que ha de ser definido objetivamente, promulgado y exigido coactivamente. El Derecho internacional a la medida del soberano ha vertido ríos de sangre entre abismos de dolor y destrucciones ingentes.
No hay nada genuinamente ético ni jurídico a la carta. Tal idea es contradictoria con la eticidad y la juridicidad. No cabe más permisivismo racional que en el ámbito de lo moralmente neutro o indiferente como el color de la corbata. «Corbatizar» todas las acciones humanas es aberrante.
¿Hace individualmente más feliz la permisividad? Hay, por ejemplo, innumerables contribuyentes que son más dichosos cuando consiguen no pagar alguno de los impuestos que deben; pero, a la larga, no lo serían si tal conducta se generalizara porque se encontrarían sin policía, sin tribunales, sin obras públicas, en suma, sin Administración. ¿Eran menos felices los espartanos que los asiduos al jardín de Epicuro? ¿Es más feliz un libertino que un asceta, sea cual fuere su religión? La experiencia universal es que el hedonismo resulta menos felicitario que la disciplina del ánimo. Los actuales jóvenes permisivos rehuyen la realidad más que sus predecesores, lo que no es síntoma de feliz adaptación al mundo.Independientemente de las consideraciones especulativas y empíricas, no escasas en este libro, doy aquí y ahora mi modesto testimonio personal. Nací en 1924 y mi juventud transcurrió en un clima de religiosidad, pero, sobre todo, de moralidad severa y de austeridad material. A lo largo de más de medio siglo he ido conviviendo con promociones jóvenes, a veces íntimamente. En modo alguno pienso que, a medida que han ido aumentando la permisividad y los bienes materiales, hayan crecido los saldos felicitarios personales. Al contrario, veo que los jóvenes, presuntamente libertos y con más cosas a su disposición, tienen menos ilusiones, más problemas y menos entereza para resolverlos. Y el mercado y las modas les aprisionan más que los supuestos tabúes de la ética clásica. La publicidad crea sin pausa adicciones nuevas: el automóvil (inutilizado por el tráfico urbano), el atuendo seudodeportivo, el producto de marca, el artilugio electrónico de última generación; todo ello apenas funcional.
El subjetivismo moral difumina el ideal en general, y también los ideales personales. No hay un criterio objetivo para valorar la propia conducta. Sin valores objetivos es muy difícil dar un sentido global a la vida. Si todo es indiferente o relativamente bueno, ¿dónde situar lo mejor? Así es como los destinos individuales se mercantilizan y no se aspira a un nicho social por predisposición o por inclinación, sino por rentabilidad. Las personas, no ya las de un proletariado en extinción, sino las de los estratos superiores, se convierten en mercan-
cías; pero el trabajo no vocacional rara vez es gratificante. ¿Qué ocurre cuando se mira hacia atrás y no se encuentra ningún propósito directivo? Una vida entregada a circunstancias azarosas no podrá reconocerse como lograda; es una especie de terreno aluvial donde los actos y las vivencias se han ido depositando caóticamente. Toda una escuela de psiquíatras ha tratado de sanar a ciertos neuróticos dando un sentido a sus vidas. Independientemente de las virtudes terapéuticas del método, es obvio que la existencia humana se vive como una empresa finalista. En caso contrario, se torna absurda y angustiosa. Pasarlo bien ¿puede ser un proyecto que dé sentido a una vida? Tal meta consistiría en algo tan cambiante y variado, tan poco objetivable que, al fin del camino, resultaría prácticamente inaprehensible. En el último acto, ¿qué le queda a Don Juan sino un inmenso vacío? No basta con pasarlo bien, hay que hacer algo valioso para que la vida se perciba como digna de ser vivida.
La crisis de ideales personales difícilmente puede separarse de una crisis de ideas ejemplares, es decir, de valores. Los valores religiosos mueven a la piedad y a la caridad; los nacionales, al patriotismo y al orgullo histórico; los sociales, a la entrega y al altruismo; los estéticos, al cultivo de la belleza y a la vida como obra de arte. Pero casi todo eso brilla por su ausencia. «¿Quién que es no es romántico?», se preguntaba el príncipe de los poetas modernistas. Esa interrogación conllevaba entonces una implícita respuesta afirmativa; pero hoy la tendría negativa entre muchos jóvenes. No cuidan la palabra; tampoco el estilo literario; incluso han introducido la moda de las telas deshilachadas y las jergas. El volumen y el ritmo han desbancado a la melodía. Hay letras de canciones que llaman la atención por su horterismo y zafiedad. La rebeldía contra los cánones ha producido una especie de anticlasicismo que condenaría a Fidias al exilio. Quizá no haya existido jamás la perfección corpórea de la Venus de Cirene; pero es la imagen que nos han legado los antiguos como símbolo de su alto ideal. Ahora se exalta no el realismo, sino una especie de feísmo. Apoteosis de la vulgaridad, el refinamiento proscrito. Y no cabe ignorar que hay sinceridades pudendas. El patrimonio cultural de la Humanidad se ha hecho incorporando valores ideales a la naturaleza. El progreso ha sido un modo de idealizar el mundo. De las generaciones que no idealizaron nada, ningún legado ha perdurado. Como pobre sustitutivo de una rica tabla axiológica aparece ahora, cual divinidad solitaria, la ecología, que es un culto necesario, pero negativo y meramente químico: no contaminar.
Pasarlo bien ¿equivale a sexo y dinero? Nuestra especie se ha pasado milenios sublimando funciones primarias y elementales para poder ejercer incluso con ellas ese logos que distingue de los demás vivientes. Y quizá sea en el amor donde esos esfuerzos han sido más denonados hasta dar lugar a culminaciones del arte y del sentimiento. La trivializacióin de la sexualidad no es sólo una involución, es también una equivocación felicitaria. Es más gratificante el enamoramiento que la copulación. La mujer promiscua ¿es más feliz que la que ha logrado ser de un solo hombre? «Post coitum tristitia»; pero en el amor duradero cabe largo gozo, y equilibrio emocional.
Hasta el siglo XX, el dinero ha sido un bien muy escaso. ¿Terrible desgracia para la Humanidad pasada, por ello condenada irremisiblemente al sufrimiento? Absurdo. La insuficiencia felicitaria de las riquezas ha sido atestiguada en todos los tiempos y desde todas las actitudes, incluso las epicúreas. Sería reiterativo rehacer sus argumentos y aportar los innumerables testimonios de potentados desdichados. Que un cierto bienestar material constituye base propicia para la felicidad es evidente; pero el sentimiento de equilibrio entre lo que se desea y lo que se posee es cosa enteramente distinta. Al cabo de un periplo en este mundo, quienes hayan confiado todo al dinero se sentirán estafados por la vida: llenas las arcas, pero la existencia hueca.
Si pasarlo bien es copular y ganar para consumir, se trata de una meta frustrante que explicaría el déficit felicitario de tantas gentes, especialmente jóvenes. Se evaden de la realidad, sobre todo porque su estilo de vida no se ajusta a la naturaleza de un ser lógico. Para el hombre, lo absurdo es desdicha. La concepción hedonista de la vida hace menos feliz que el cálculo racional. Los hedonismos colectivos han coincidido con la decadencia, a veces con el fin de una civilización.
Los jóvenes del antiquísimo y puntual carpe diem horaciano están en un error; su saldo felicitario final será exiguo. Un carpe vitam global sería más remunerador. Lo menos doloroso y más gratificante es vivir según la razón.
Es una demagogia patética inducir a los jóvenes al hedonismo y, consecuentemente, a la evasión deshumanizadora y, en último término, a la frustración personal.
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