por el Dr. David Berlinski
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Tomado de Ciencia Alternativa
stamos en 1828, un año que vio la muerte de Shaka, el rey zulú, la aprobación en los Estados Unidos del Arancel de las Abominaciones, y la batalla de Las Piedras, en América del Sur. También es el año en que el químico alemán Friedrich Wöhler anunció la síntesis de la urea a partir del ácido cianhídrico y el amoníaco.
Descubierta por H. M. Roulle en 1773, la urea es el principal componente de la orina. Hasta 1828, los químicos habían supuesto que la urea sólo podía ser producida por organismos vivos. Wöhler proporcionó la refutación más convincente de esta tesis que se pueda imaginar. Su síntesis de urea era digna de ser tenida en cuenta, observaba él con modestia, porque “aporta un ejemplo de producción artificial de una sustancia orgánica, denominada animal, a partir de materia inorgánica”.
El trabajo de Wöhler inició una revolución en la química; pero también inició una revolución en el pensamiento. Del mismo modo que los sistemas vivos son químicos en su naturaleza, se hizo posible imaginar que podían ser químicos en el origen, y si eran químicos en el origen, eran por tanto plenamente físicos en su naturaleza, y en consecuencia una parte del universo que podía ser explicada en términos “del modelo por el que la ciencia debe regirse”1.
En una carta enviada a su amigo, Sir Joseph Hooker, varias décadas después del descubrimiento de Wöhler, Charles Darwin se permitía especular. Al invocar “una pequeña sopa caliente”, cociendo en el oscuro e inaccesible pasado, Darwin imaginaba que, dados “el amoniaco y las sales fosfóricas, la luz, el calor y la electricidad, etc, presentes”, podría provocarse la generación espontánea de un “compuesto proteico”, de manera que este compuesto estuviera “listo para experimentar cambios aún más complejos”. Así comenzó la mismísima evolución darwinista.
Pero tenía que transcurrir más tiempo. Digamos ¿unos sesenta años? Trabajando de manera independiente, J. B. S. Haldane en Inglaterra y A. I. Oparin en la Unión Soviética publicaron influyentes trabajos relativos al origen de la vida. Ambos conjeturaban que, antes de la era de la evolución biológica, debía de haber existido una era de evolución química a partir de algún tipo de sopa prebiótica. Predominaba una atmósfera reductora, dominada por el metano y el amoniaco, en la que los átomos de hidrógeno, al ceder sus electrones (y por tanto “reduciendo” a terceros) provocaban varias reacciones químicas. La energía estaba disponible en forma de descargas eléctricas, y a partir de ahí aparecieron hidrocarburos complejos en la superficie del mar.
La publicación del artículo de Stanley Miller, “producción de aminoácidos bajo las posibles condiciones de la tierra primitiva”, en mayo de 1953 en la revista Science completó la vía inferencial iniciada por Friedrich Wöhler 125 años antes. Miller, un estudiante de doctorado, realizó su trabajo según las instrucciones de Harold Urey. Dado que no contribuyó directamente al experimento, Urey insistió en que su nombre no apareciera en el artículo. Pero hoy su artículo es universalmente conocido como el experimento de Urey-Miller, evidenciando que una buena acción puede ser su propia recompensa.
Al elaborar inferencias sobre la evolución pre-biótica a partir de la química ordinaria, Haldane y Oparin habían abierto una puerta imaginaria. Miller y Urey irrumpieron a través de ella. Dentro de los límites de dos vasos de precipitado, recrearon un ambiente prebiótico simple. Un vaso contenía agua; el otro, conectado al primero mediante un sistema cerrado de tubos de cristal, contenía cianuro, agua, metano y amoníaco. Así, se suponía que los dos vasos simulaban el océano prebiótico y su atmósfera. Primero el agua podía pasar por evaporación hasta los gases contenidos en el segundo, y el vapor volvía al primer alambique mediante condensación.
Luego, Miller y Urey dejaron que una chispa eléctrica pasara de manera continua a través de la mezcla de gases del segundo vaso de precipitado, mientras los dioses de la química controlaban las reacciones siguientes con poca o ninguna ayuda humana. Una semana después de que comenzaran su experimento, Miller y Urey descubrieron que además de un residuo alquitranado –el producto más destacado- su potente y pequeño planeta había producido un cierto número de los aminoácidos presentes en los sistemas vivos.
El efecto causado entre los biólogos (y entre el público) fue electrizante –tanto más a causa del genio metodológico del experimento. Miller y Urey no habían hecho nada. La naturaleza lo había hecho todo. El experimento solamente había roto la nube de lo desconocido.
La doble hélice.
En abril de 1953, sólo cuatro semanas antes de que Miller y Urey informaran de sus resultados en Science, James Watson y Francis Crick publicaron una breve carta en Nature titulada “una estructura para el ácido desoxirribonucleico”. La carta es hoy famosa aunque sólo sea porque el exuberante Crick, por lo menos, estaba persuadido de que él y Watson habían descubierto el secreto de la vida. En esto estaban equivocados: el secreto de la vida, junto con su significado, permanece oculto. Pero al deducir la estructura del ácido desoxirribonucleico (ADN) a partir de los patrones de difracción de rayos X y de otras características químicas, Watson y Crick habían descubierto la manera por la que la vida se replica a sí misma a nivel molecular.
Según Watson y Crick, el ADN, conformado como una doble hélice, consistía en dos cadenas torsionadas, que se miraban una a otra y que estaban unidas mediante puntales2. Cada cadena se componía de una serie de cuatro bases nitrogenadas: adenina (A), guanina (G), timina (T) y citosina (C). Las bases eran nitrogenadas porque su actividad química estaba determinada por los electrones del átomo de nitrógeno y eran bases porque pertenecían a una de las dos grandes familias químicas – la otra son los ácidos, con los que se combinan para dar sales.
Dentro de cada hebra de ADN, las bases nitrogenadas se unen a un azúcar, la desoxirribosa. Las moléculas de azúcar están unidas unas a otras por un grupo fosfato. Cuando los nucleótidos (A, G, T o C) se hallan conectados dentro de una cadena de azúcar-fosfato, forman un polinucleótido. En el ADN del vivo, dos de estas cadenas se enfrentan la una a la otra, mientras que las bases se unen entre sí, una A con una T y una G con una C. La correspondencia entre las bases se conoce como apareamiento de Watson y Crick.
“No hemos dejado de advertir”, observaban Watson y Crick, “que el emparejamiento específico que hemos postulado sugiere inmediatamente un posible mecanismo de copia del material genético” (énfasis añadido). Es decir, que la replicación procede cuando una molécula de ADN es desdoblada a lo largo de su eje interno, dividiendo los enlaces de hidrógeno entre las bases. El emparejamiento entre las bases, por lo tanto, funciona para conseguir que dos hebras de una doble hélice separada formen de nuevo esa doble hélice.
Está fue la conjetura de Watson y Crick y así quedó demostrado.
La síntesis de proteínas.
Junto a Francis Crick y Maurice Wilkins, James Watson recibió el premio Nobel de medicina en 1962. En su discurso de aceptación en Estocolmo, ante el rey de Suecia, Watson tuvo la ocasión para explicar su objetivo de investigación original. El primero era explicar la replicación genética. Esto lo habían hecho Crick y él. El segundo era describir “el modo en que los genes controlan la síntesis proteica”. Esto estaba en curso de hacerlo.
El ADN es una molécula grande, larga y estable. En comparación con otras moléculas, es relativamente inerte. Más bien son las proteínas quienes se ocupan de los asuntos cotidianos de la célula. Actuando a modo de enzimas, y por tanto como agentes del cambio, las proteínas hacen posible el metabolismo rápido característico de los modernos organismos.
Las proteínas están formadas por alfa-aminoácidos de los que existen 20 en los organismos vivos. El prefijo “alfa” designa la posición del átomo de carbono crucial del aminoácido, que indica que se encuentra adyacente a (y está unido con) un grupo carboxilo compuesto de carbono, oxígeno, otra vez oxígeno e hidrógeno. Y las proteínas son polímeros: como sucede en el ADN, sus aminoácidos constitutivos están dispuestos en cadenas moleculares.
Pero ¿cómo hace la célula para unir los aminoácidos para formar proteínas específicas? Este es el problema al que aludió Watson, mientras el rey de Suecia, perdido en una nube de admiración, asentía amistosamente.
El éxito del emparejamiento de Watson y Crick había persuadido a un cierto número de biólogos moleculares de que el ADN llevaba a cabo la síntesis de proteínas mediante el mismo proceso que gobernaba su replicación: la formación de patrones asimétricos o “moldes”. Después de todo, la replicación molecular procedía mediante una separación y recombinación de moléculas homólogas (o simétricas) divinamente simple, de manera que cada hebra de ADN serviría de molde para otra. Así, parecía igualmente verosímil que el ADN realizara una función de molde para los aminoácidos.
Fue Francis Crick quien por primera vez observó en 1957 que esto era sumamente improbable. En una nota de carácter privado, Crick escribió que “si se considera la naturaleza físico-química de las cadenas laterales de los aminoácidos, no encontraremos características complementarias en los ácidos nucleicos. ¿Dónde están las superficies hidrofóbicas que distinguen la valina de la leucina y la isoleucina? ¿Dónde están los grupos cargados, en posiciones específicas, que van con aminoácidos de carácter ácido o básico?”
Por si alguien no se hubiera percatado, Crick vuelve a subrayar: “no creo que nadie que examine el ADN o el ARN [ácidos ribonucléicos] piense que son moldes de aminoácidos”.
Si estas observaciones hubieran sido hechas por alguien que no fuera Francis Crick, podrían haber sido consideradas como las palabras de un lunático; pero si miramos hoy
cualquier texto de biología molecular actual, está claro que Crick sólo estaba subrayando lo que estaba bajo sus narices. ¿Dónde están esas “superficies hidrofóbicas nudosas”? Imaginar que los ácidos nucleicos forman un molde o un patrón para los aminoácidos es un poco como intentar imaginar un guante para un ciempiés. Pero si los ácidos nucleicos no forman un molde para los aminoácidos, entonces la información que ellos contienen –la totalidad de la vieja sabiduría de las especies, después de todo-sólo podía ser expresada mediante una forma indirecta de transmisión: algún tipo de código.
La idea no era nueva. El físico Erwin Schrödinger había predicho en 1945 que los sistemas vivos podrían contener lo que él llamó un “código escrito”, y su breve y elegante libro, “¿Qué es la vida?”, ejerció una poderosa influencia en todos los biólogos moleculares que lo leyeron. Diez años más tarde, el omnipresente Crick invocó la frase “hipótesis de secuencia” para caracterizar la doble idea de que la secuencia de ADN deletrea un mensaje y de que se necesita un código para expresarlo. Permanecían oscuros tanto el mecanismo por el que se transmite como la sintaxis del mensaje.
El mecanismo emergió primero. A finales de los años 50, François Jacob y Jacques Monod propusieron la tesis de que el ARN actuaba como primer intermediario de una cadena que va desde el ADN hasta los aminoácidos.
El ARN es un ácido nucleico de cadena sencilla más que de doble cadena: un pedacito del bloque de ADN. En vez de timina (T), contiene la base uracilo (U) y el azúcar que hay en su esqueleto carece de un átomo de oxígeno desprendido de sus desoxirribosa. Pero el ARN, decían Jacob y Monod, era más que una simple molécula: era un mensajero, un instrumento de transmisión, que “transcribía” en un medio un mensaje que se había expresado primero en otro. Entre las muchas formas en que el ARN pulula dentro de la célula moderna, el ARN destinado para tareas de transcripción fue conocido, por razones obvias, como ARN “mensajero”.
En la transcripción, los biólogos moleculares habían descubierto un segundo proceso fundamental, un compañero de armas de la replicación. Casi inmediatamente después, aparecieron los detalles del código empleado por el mensajero. En 1961, Marshall Nirenberg y J. Heinrich Matthei anunciaron que habían descubierto un punto específico de contacto entre el ARN y el aminoácido. Y posteriormente, poco a poco, emergió la totalidad del código genético. El ARN (como el ADN) está organizado en tripletes, de manera que las secuencias adyacentes de tres bases corresponden a un aminoácido sencillo. Sesenta y cuatro tripletes (o codones) gobiernan a veinte aminoácidos. El esquema es universal o casi del todo.
La elaboración del código genético hizo posible un modelo de la célula moderna notablemente elegante, en forma de un sistema en el que las secuencias de los codones dentro del ácido nucleico actúan a distancia para determinar secuencias de aminoácidos dentro de las proteínas: órdenes enviadas, respuestas garantizadas. Un tercer proceso biológico fundamental adquiría así encarnación molecular. Si la replicación servía para dividir y luego para duplicar el mensaje ancestral de la célula, y la transcripción para re-expresarlo en forma de ARN mensajero, la “traducción” actuaba para transmitir ese mensaje desde el ARN mensajero hasta los aminoácidos.
Pese a todo el poder y la audacia de esta tesis, los detalles permanecieron en el nivel de lo que los bibliotecarios denominan como procedimientos generales de explicación. Nadie había establecido una conexión directa -física- entre el ARN y los aminoácidos.
Percatándose del problema, Crick también indicó la forma de su solución. “Por lo tanto, yo propuse una teoría”, escribiría retrospectivamente, “en la cual había veinte adaptadores (uno para cada aminoácido) junto a veinte enzimas especiales. Cada enzima uniría un aminoácido particular con su adaptador especial”.
A comienzos de 1969, más o menos al mismo tiempo en que un sombrío Lyndon Johnson abandonaba la Casa Blanca para regresar a los Pedernales, los adaptadores cuya existencia Crick había predicho vieron la luz. Había veinte, tal y como él había sugerido. Eran cortos en longitud; eran específicos en su acción y eran ácidos nucleicos. Colectivamente, ahora reciben el nombre de ARN “transferente” (ARNt).
Plegados como una hoja de trébol, los ARN transferentes sirven físicamente de puente entre el ARN mensajero y un aminoácido. Un brazo de la hoja de trébol recibe el nombre de región anti-codon. Las tres bases nucleotídicas que contiene están curvadas alrededor del brazo cuyo extremo tiene forma de ampolla y se aparean de acuerdo con el modelo de Watson y Crick con las bases del ARN mensajero. El otro extremo de la hoja de trébol es la región aceptora. Es aquí donde el aminoácido debe ir, mientras que la estructura del ARNt sugiere una complicada conexión tipo hembra, esperando ser ocupada por el aminoácido específico tipo macho.
Los adaptadores cuya existencia Crick había predicho servían de manera dramática para confirmar su hipótesis de que tales adaptadores eran necesarios. Pero aunque estos ocasionan una conexión física entre ácidos nucleicos y aminoácidos, el hecho de que ellos mismos sean aminoácidos suscita una pregunta: dentro de la cadena molecular extendida ¿qué es lo que actúa para adaptar a los adaptadores con los aminoácidos? Y esto, también, fue un problema que Crick previó y resolvió: su primera sugerencia mencionaba tanto el adaptador (el ácido nucleico) como sus enzimas (las proteínas).
Y de nuevo fue demostrado. La acción de emparejar los adaptadores a los aminoácidos es llevado a cabo por una familia de enzimas, y por tanto por una familia de proteínas: las aminoacil-ARNt-sintetasas. Hay tantas de estas enzimas como adaptadores. El prefijo “aminoacil” indica un tipo de reacciones químicas, y es en el proceso de aminoacilación que la carga de un grupo carboxilo se une a una molécula de ARN transferente.
De manera colectiva, las enzimas conocidas como sintetasas tienen el poder de reconocer codones específicos y de seleccionar sus aminoácidos apropiados dentro del código genético universal. Se piensa de manera ordinaria que el reconocimiento y la selección son acciones cognitivas. En psicología, son poco conocidas pero dentro de la célula han sido explicadas en términos químicos y también en términos “del modelo por el que la ciencia debe regirse”.
Con el ARNt cargado de manera apropiada, la molécula es conducida al ribosoma, donde se lleva a cabo la tarea de ensamblar las secuencias de aminoácidos mediante otro ácido nucleico, el ARN ribosómico (ARNr). De esta manera, la célula moderna se encuentra subordinada a un rico drama narrativo. En resumen:
Replicación: duplica el mensaje genético del ADN.
Transcripción: copia el mensaje genético del ADN en forma de ARN.
Traducción: conduce el mensaje genético desde el ARN hasta los aminoácidos –donde, en un cuarto y último paso, los aminoácidos son ensamblados para producir proteínas.
El dogma central.
De nuevo fue Francis Crick, con su notable don para imprimir su autoridad en una disciplina entera, quien organizó estos hechos en lo que él denominó el dogma central de la biología molecular. La célula, afirmaba Crick, es un reino dividido. Al actuar como administrador de la célula, los ácidos nucleicos personifican toda la sabiduría requerida –donde ir, qué hacer, cómo hacerlo- en la secuencia específica de sus bases nucleotídicas. La administración procede mediante la transmisión de información desde los ácidos nucleicos hasta las proteínas.
El dogma central representa una flecha que señala en una dirección, desde los ácidos nucleicos hasta las proteínas, y nunca en dirección contraria. Pero ¿existe algo parecido a una flecha que acostumbre a regresar de su objetivo? No es esta una cuestión que Crick considerara, aunque en un cierto sentido la respuesta es sencillamente no. Dado el moderno código genético, que hace corresponder cuatro nucleótidos a veinte aminoácidos, no puede haber código inverso que vaya en dirección opuesta; una correspondencia contraria es matemáticamente imposible.
Pero hay otro sentido en el que el dogma central de Crick genera su propio contrario. Si los ácidos nucleicos son los administradores de la célula, las proteínas son sus ejecutivos químicos: tanto el personal como la materia de la vida. La flecha molecular va en un sentido con respecto a la información, pero va en dirección contraria con respecto a la química.
La replicación, la transcripción y la traducción representan el gran despliegue del dogma central a medida que procede en un sentido. Las actividades químicas iniciadas por las enzimas representa el gran despliegue del dogma central, cuando va en el otro. Dentro de la célula, las dos mitades del dogma central se combinan para revelar un sistema de codificación química, una tabla horaria exquisitamente intrincada pero notablemente coherente que recuerda a un gran ejército en acción.
A partir de estas consideraciones, emerge una figura familiar: la figura del huevo y la gallina. La replicación, la transcripción y la traducción se hallan todas bajo el control de varias enzimas. Pero las enzimas son proteínas, y estas proteínas especiales son especificadas por los ácidos nucleicos celulares. El ADN requiere las enzimas para llevar a cabo el trabajo de replicación, transcripción y traducción; las enzimas necesitan del ADN para iniciarlo. Los ácidos nucleicos y las proteínas se hallan así profundamente coordinados, cada uno dependiendo del otro. Sin aminoacil-ARNt-sintetasa, no hay traducción del ARN, pero sin ADN no hay síntesis de aminoacil-ARNt-sintetasa.
Si los ácidos nucleicos y sus enzimas se persiguieran entre ellas por siempre y dentro de la misma célula, el resultado sería un círculo vicioso. Pero la vida ha resuelto elegantemente este círculo en forma de espiral. La aminoacil-ARNt-sintetasa, que hace falta para completar la traducción molecular, entra en una determinada célula procedente de su progenitor o célula “madre”, donde es especificada por el ADN de dicha célula. Las enzimas necesarias para que el ADN de la célula madre haga su trabajo, entran en aquella célula desde su línea materna y así sucesivamente.
En lo relativo a la intuición o la experiencia, estos hechos no sugieren nada más que la eterna y misteriosa verdad de que la vida solo procede de la vida. Como dijo el escritor latino, omnia viva ex vivo. Sólo cuando los hechos se hallan en el marco de las varias teorías sobre el origen de la vida, suscitan una paradoja o por lo menos una cuestión: en la espiral molecular descendente, ¿qué vino primero: la gallina en forma de ADN o su huevo en forma de varias proteínas? Y si ninguno vino primero ¿cómo empezó la vida?
El mundo de ARN.
Estamos en 1967, el año de la guerra de los seis días en Oriente Medio, del descubrimiento de las interacciones electrostáticas débiles en la física de partículas, del término de un programa de investigación de veinte años dedicado al efecto de la fluorización sobre la caries dental en Evanston, Illinois. Es también el año en que Carl Woese, Leslie Orgel y Francis Crick introdujeron la hipótesis de que una “evolución basada en la replicación del ARN precedió a la aparición de la síntesis de las proteínas” (énfasis añadido).
Por entonces, quedó notablemente claro que la estructura de la célula moderna no sólo era más compleja que otras estructuras físicas sino también que era compleja hasta un punto poco conocido. Y sin embargo no importa lo mucho que los biólogos viajaran en el túnel del tiempo, ciertas características de la célula estaban aún ahí, un mensaje lanzado hacia el futuro por el último ancestro común universal. Resumiendo en perspectiva su propia perplejidad, Crick observaría más tarde que “un hombre honesto, armado con todo el conocimiento del que disponemos hoy, sólo podría afirmar que, en algún sentido, el origen de la vida aparece por el momento casi como un milagro”. Muy sabiamente, Crick no escribió por lo tanto otro artículo sobre el asunto –aunque afirmó su compromiso con la teoría de la “panspermia dirigida”, según la cual la vida se originó en alguna región del universo y, por razones que Crick nunca pudo especificar, fue sencillamente enviada aquí.
Pero eso fue más tarde. En 1967, la argumentación aducida por Woesel, Orgel y Crick era simple. Dados aquellos pollos y aquellos huevos, algo tenía que haber llegado primero. Dos posibilidades fueron tachadas de la lista por un simple proceso de eliminación. ¿El ADN? Demasiado estable y, en algún extraño sentido, demasiado perfecto. ¿Las proteínas? Incapaces de dividirse a sí mismas, y siendo así, como eunucos moleculares, útiles sin ser fecundas. Quedaba el ARN. Aún cuando no era obvia su elección como molécula primordial, tampoco resultaba obvio que fuera una elección errónea.
Una vez propuesta la hipótesis –aunque sin mucha sensación de confianza intelectual- los biólogos diferían en sus interpretaciones. Pero estaban de hecho de acuerdo acerca de tres principios generales. Primero, que en un pasado distante, el ARN, y no el ADN, controlaba la replicación genética. Segundo, que el modelo de emparejamiento de Watson y Crick gobernaba el ARN ancestral. Y tercero, que el ARN llevó a cabo en cierto momento las actividades de la clase que hoy desempeñan las proteínas. La paradoja del huevo y la gallina fue resuelta por lo tanto mediante la hipótesis de que la gallina era el huevo.
En 1981, el descubrimiento independiente de la ribozima –una enzima ribonucleica- por Thomas Cech y Sydney Altman confería a la hipótesis del ARN la fuerza de una conjetura científica. Al estudiar el protozoo ciliado Tetrahymena thermophila, Cech descubrió para su asombro una forma de ARN capaz de inducir un corte. En el lugar en que una enzima hubiera trabajado para apartar una hebra de ARN, había una ribozima haciendo su trabajo. La pequeña y ocupada molécula servía no sólo para dar instrucciones: aparentemente, las llevaba a cabo también y en cualquier caso hacía lo que los bioquímicos habían supuesto desde los años 20, que sólo podía ser hecho por una enzima y, por lo tanto, por una proteína.
En 1986, el bioquímico Walter Gilbert afirmó la existencia de todo un “mundo” de ARN, un estado ancestral promovido por la magia de esta denominación al que gran parte de los biólogos consideran un hecho. Así, cuando el biólogo molecular Harry Soller descubrió que la síntesis de proteínas dentro de los actuales ribosomas está catalizada por ARN ribosómico (ARNr), y no por ninguna de las viejas enzimas que nos son familiares, para Leslie Orgel apareció como “casi cierto” que “hubo una vez un mundo de ARN” (énfasis añadido).
De la biología molecular al origen de la vida.
Es perfectamente cierto que cada parte de la célula moderna lleva tenues rastros del pasado. Pero estos rastros moleculares son sólo indicios. Por el contrario, para cualquiera que la haya estudiado, la ribozima parece ser una auténtica reliquia, un
recuerdo sólido y palpable del pasado prebiótico. Su descubrimiento llevó incluso a Francis Crick a admitir que él también hubiera deseado haber sido lo suficientemente listo como para buscar esas reliquias antes de que las hubiéramos conocido.
Gracias a la ribozima, muchísimos científicos se han convencido de que “el modelo por el que la ciencia debe regirse” está muy cerca de abarcar el origen mismo de la vida. “Mis expectativas”, afirma David Liu, profesor de química y biología química en Harvard, “es que podremos reducir esto a una serie muy simple de sucesos lógicos”. Aunque a menudo exagerado, este optimismo no es de ningún modo irracional. Al mirar a la célula moderna, los biólogos proponen reconstruir a lo largo del tiempo las estructuras que ahora se encuentran simplemente en el espacio.
La investigación sobre el origen de la vida se ha visto subordinada a una triple secuencia racional, que comienza en un pasado muy distante. Primero, los constituyentes de la célula se formaron y ensamblaron. Esto incluía las bases nucleotídicas, los aminoácidos y los azúcares. Luego siguió la aparición de las ribozimas, de algún modo dotadas de poder de autorreplicación. Así las cosas, emergió un sistema químico codificado que hizo posible lo que el biólogo molecular Paul Schimmel ha denominado “el teatro de las proteínas”. De este modo prosiguieron las sustancias desde el pasado prebiótico hasta el mismo umbral del último ancestro común y universal, en tanto que, con un gusto inimitable, la vida comenzó a diversificarse por sí misma de acuerdo con los principios darwinianos.
Esta explicación ya no es fantasía. Pero todavía no es un hecho. Esta es una razón por la que desandar lo andado es un ejercicio interesante al que ahora regresaremos.
La era de Miller.
Quizás sea hace cuatro mil millones de años. La primera de las grandes eras en que la formación de la vida ha comenzado. Las leyes de la química tienen el control completo de las cosas - ¿Qué más? Es la era de Miller, el período que marca la transición desde la química inorgánica a la orgánica.
De acuerdo con la impresión general que transmite la literatura científica y de divulgación, el éxito del experimento original de Miller-Urey fue absoluto e ilimitado. Sin embargo, esto resulta un tanto exagerado. Poco después de que Miller y Urey publicaran sus resultados, cierto número de experimentados geoquímicos expresaron reservas. Miller y Urey habían supuesto que en la atmósfera prebiótica, el hidrógeno cedía electrones (reducía) para promover la actividad química. No es así, decían los geoquímicos. La atmósfera prebiótica estaba mucho más cerca de la neutralidad que de ser reductora, y contenía poco o ningún metano y bastante dióxido de carbono.
Nada en los años subsiguientes ha hecho pensar que estos geoquímicos amargados estuvieran radicalmente equivocados. B. M. Rode, en el número de 1999 de la revista Peptides observó con suavidad que “la moderna geoquímica supone que la atmósfera secundaria de la atmósfera primitiva (i. e. después de la difusión del hidrógeno y del helio por el espacio)... consistía principalmente en dióxido de carbono, nitrógeno, agua e incluso pequeñas cantidades de oxígeno”. Esto no es un entorno para inducir excitación química.
Hasta hace poco, la naturaleza químicamente poco reactiva de la atmósfera inicial permanecía siendo un secreto incómodo entre los biólogos evolutivos, del mismo modo que cuando uno se entera de que un tío viste en privado ropa interior femenina; si los biólogos estuvieran dispuestos a reconocer los hechos en público, podrían hacerlo subrayando que toda familia tiene uno. Esto ha cambiado ahora. El asunto parece encontrarse con problemas. Un artículo reciente en Science ha sugerido que las conjeturas previas acerca de la atmósfera prebiótica estaban seriamente equivocadas. Unos pocos investigadores han aducido que, después de todo, una atmósfera reductora no es lo bastante importante para la síntesis prebiótica como se había imaginado previamente.
A este respecto, el mismo Miller ha mantenido una perspectiva mucho más honesta y poco productiva. “O tienes una atmósfera reductora”, escribió lisa y llanamente, “o no vas a tener los compuestos orgánicos necesarios para la vida”.
Si la composición de la atmósfera prebiótica sigue siendo materia de controversia, esto no debe sorprendernos: los geoquímicos están intentando revisar una era situada cuatro mil millones de años atrás. La síntesis de agentes químicos prebióticos es otro asunto. Las preguntas acerca de dichos agentes caen dentro de la disciplina de los experimentos de laboratorio.
Entre estas cuestiones se encuentra la que concierne a la base citosina (C). Ni rastro de ella se ha encontrado en ningún meteorito. No se encuentra en cometa alguno, por lo que puede saberse. No está enterrada en la Antártida. Tampoco puede producirse mediante ninguno de los corrientes experimentos de química prebiótica. Fuera de la célula viva, no existe en ningún otro sitio.
Por tanto, cuando M. P. Robertson y Stanley Miller anunciaron en Nature en 1995 que habían determinado una ruta razonable para la síntesis prebiótica de citosina a partir de cianoacetaldehído y urea, el sentimiento de satisfacción fue muy considerable. Pero duró poco. En una larga e influyente revisión publicada en los Proceedings of the Nacional Academy of Science, el químico de la Universidad de Nueva York Robert Shapiro observó que la reacción en la que Robertson y Miller habían puesto sus esperanzas, aunque suficientemente activa, no llevaba finalmente a sitio alguno. De modo demasiado rápido, la citosina que habían sintetizado se transformaba a sí misma en la base del ARN uracilo (U) mediante un proceso químico conocido como desaminación, que no tiene más misterio que el de deshacerse de una molécula mediante el procedimiento de enviarla a otro sitio.
La dificultad, escribía Shapiro, era que “la formación de citosina y la subsiguiente desaminación del producto hasta uracilo ocurría con la misma velocidad”. Robertson y Miller habían informado ellos mismos de que después de 120 horas, la mitad de su preciosa citosina se había ido – y lo hacía más deprisa cuando sus reacciones tenían lugar en una urea saturada. En palabras de Shapiro, “estába claro que la producción de citosina caería hasta el 0 por ciento si la reacción se prolongara”.
Si la reacción química central favorecida por Robertson y Miller se auto-anulaba, podía suceder o no bajo circunstancias improbables.
Era necesario urea concentrada para disparar la reacción; un tufillo del cuarto de al lado no lo haría. Por esta misma razón, sin embargo, el mar prebiótico, en el que los concentrados desaparecían demasiado rápido, era un lugar difícil para el comienzo – como cualquiera que se haya orinado en una piscina puede confirmar con una satisfacción culpable. Al tanto de esto, Robertson y Miller propusieron un conjunto diferente de circunstancias: en lugar de la sopa prebiótica, lagunas en desecación. En un pasaje polémico final, su crítico, Shapiro, estipuló que sería necesario lo siguiente:
Un lago aislado, o algún otro depósito de agua de mar, deberían contener concentraciones extremas...
Además, sería necesario que los residuos líquidos estuvieran en recipientes impermeables [para impedir las reacciones cruzadas].
Los procesos de concentración deberían de interrumpirse durante algunas décadas... para permitir que las reacciones tuvieran lugar.
En este punto, la reacción necesitaría atenuación (quizás por evaporación o sequedad) para impedir la pérdida por desaminación.
Finalmente, debería de haber un reservorio de urea sólida que contuviera citosina (y urea).
Este escenario, subrayaba Shapiro, “no puede excluirse por ser un suceso raro de la tierra primitiva, pero no puede calificarse de verosímil”.
Al igual que la citosina, el azúcar debe también hacer aparición en la era de Miller, y, como la citosina, es también difícil de sintetizar en condiciones prebióticas plausibles.
En 1861, el químico alemán Alexander Bulterow creó una sustancia parecida al azúcar a partir de una mezcla de formaldehído y cal.
Purificado posteriormente mediante una larga serie de reactivos químicos orgánicos, la denominada reacción de la formosa de Bulterow ha sido desde entonces una fuente de inspiración para los investigadores del origen de la vida.
Hoy, la reacción se inicia mediante un agente alcalino, como el talio o el hidróxido de plomo. Luego sigue un largo período de inducción, donde burbujean un cierto número de intermediarios. La reacción de la formosa es autocatalítica en el sentido de que sigue funcionando: los carbohidratos que genera sirven de cebador para la reacción a modo de bucle creciente de retroalimentación exponencial hasta que el depósito inicial de formaldehído se agota. Una vez terminada la inducción, la reacción de la formosa produce una cierta cantidad de azúcares complejos.
Sin embargo, no son azúcares en general lo que la era de Miller requiere, sino una forma particular de azúcar llamada ribosa – y no simplemente ribosa sino dextro-ribosa. Los compuestos del carbono son de manera natural dextrógiros o levógiros, dependiendo de cómo polarizan la luz. La ribosa existente en los sistemas vivos lo hace hacia la derecha, de ahí el prefijo “dextro”. Pero los azúcares que salen de la reacción de la formosa son racémicos, es decir, tanto dextro- como levógiros, y la producción de ribosa útil es insignificante.
Aunque por el momento en nada ha cambiado el hecho fundamental de que es muy difícil obtener azúcar dextrógira en cualquier clase de experimento, en 1990 el químico suizo Albert Eschenmoser fue capaz de alterar sustancialmente la manera en que aparecían los azúcares. Modificando la misma reacción de la formosa con la mano de un maestro, Eschenmosser alteró dos moléculas añadiéndolas dos grupos fosfato. Este simple cambio impidió la formación de azúcares extraños que atestaban la clásica reacción de la formosa. Los productos, informaba Eschenmosser, incluían entre otras cosas una mezcla de ribosa 2,4 di-fosfato. Aunque la mezcla era racémica, contenía una molécula cercana a la ribosa, necesaria para los sistemas vivos. Mediante unos pocos ajustes químicos, Eschenmosser pudo afirmar, de manera verosímil, que la ruta prebiótica hacia la síntesis de azúcar estaba abierta.
Quedaba para los escépticos el observar que, en dos cuestiones, las reacciones de la ribosa de Eschenmosser dependían de manera crítica del mismo Eschenmosser: primero, cuando él ligó dos grupos fosfato a un cierto número de intermediarios de la reacción de la formosa, y en segundo lugar, cuando los retiró.
Lo que daba al experimento de Miller-Urey su poder para excitar la imaginación era la sensación de que, una vez fijado el escenario, Miller y Urey salieron del teatro. Por el contrario, Eschenmosser permanecía en el centro de la escena, aportando directrices y en general demostrándose él mismo indispensable para todo el escenario.
Los acontecimientos de la era de Miller parecían así depender de un gran supuesto, todavía no demostrado, de que la atmósfera primitiva era reductora, al tiempo de que dos triunfos químicos de la época, la citosina y el azúcar, permanecen por el momento más allá del poder de la química prebiótica contemporánea.
De la era de Miller a la auto-replicación del ARN.
Con el gran progreso a través del cual la vida surgió a partir de la materia inorgánica, concluye la era de Miller. Nos encontramos ahora hace 3.8 mil millones de años. Los precursores químicos de la vida han sido formados. En algún lado existe un reservorio de nucleótidos puros. Está a punto de comenzar una nueva era.
La misión histórica encomendada a esta era es doble: formar cadenas de ácidos nucleicos a partir de nucleótidos y descubrir entre ellos los que son capaces de reproducirse a sí mismos. Sin lo primero no hay ARN, y sin lo segundo no hay vida.
En los sistemas vivos, la polimerización o la formación de cadenas proceden por medio de las impagables enzimas. Pero en el lúgubre y poco acogedor mundo prebiótico, no hay enzimas. Y por eso los químicos han asignado su cometido a varios catalizadores inorgánicos. J. P: Ferris y G. Ertem, por ejemplo, afirman que los nucleótidos activados se unen covalentemente cuando están incrustados en la superficie de la montmorilonita, un tipo de arcilla. Este ejemplo, que combina la complejidad técnica con la falta de una conclusión general, puede servir para muchos otros casos.
En cualquier caso, habiendo concluido la polimerización –por el medio que sea– el resultado sería (en palabras de Gerald Joyce y Leslie Orgel) “un ensamblaje aleatorio de secuencias polinucleotídicas”: largas moléculas que surgen a partir de otras pequeñas, como las frondas de la superficie de un estanque. De entre estas frondas, se piensa que la naturaleza descubrió la molécula auto-replicativa. Pero ¿cómo?
La evolución darwiniana es totalmente inútil en este período o era, dado que la evolución darwiniana comienza con la auto-replicación y la auto-replicación es precisamente lo que hay que explicar. Pero si la evolución darwiniana no sirve, entonces tampoco sirve la química. Las frondas comprenden “un ensamblaje aleatorio de secuencias polinucleotídicas” (énfasis añadido), pero ningún principio de la química orgánica sugiere que los encontronazos sin objeto entre ácidos nucleicos conduzcan hasta una cadena capaz de auto-replicación.
Si la química es irrelevante y no puede recurrirse al darwinismo ¿qué mecanismo queda? El mejor amigo de los biólogos evolutivos: la pura y estúpida suerte.
¿Tuvo suerte la naturaleza? Depende de la recompensa y de las probabilidades. La recompensa está clara: una forma ancestral de ARN capaz de auto-replicación. Sin la recompensa, no hay vida y, obviamente, en algún momento, la recompensa fue pagada. La cuestión son las probabilidades.
Por el momento, nadie sabe de manera precisa cómo calcular esas probabilidades, aunque sólo sea porque en el laboratorio, nadie ha llevado a cabo un experimento capaz de producir una ribozima auto-replicativa. Pero la longitud mínima o la “secuencia” que es necesaria para que una ribozima actual lleve a cabo lo que el distinguido geoquímico Gustaf Arrhenius denomina “actividad ligasa demostrada” sí se conoce. Es aproximadamente de 100 nucleótidos.
Con lo cual, tal y como uno esperaría, la cosa puede explotar muy deprisa. Tal y como dice Arrhenius, hay 4100 o aproximadamente 1060 secuencias nucleotídicas que tienen una longitud de 100 nucleótidos. Este es un número alucinantemente alto. Excede el número de átomos contenidos en el universo y también la edad del universo en segundos. Si las probabilidades a favor de la auto-replicación son 1 en 1060, nadie apostaría por ello, sin importar lo atrayente que fuera la recompensa, y tampoco lo habría hecho la naturaleza.
Dice Arrhenius discutiendo este mismo punto, “se busca consuelo de la tiranía de las posibilidades combinatorias de los nucleótidos mediante la intuición de que la estricta especificidad de secuencia puede no ser necesaria a lo largo de todo el dominio
funcional del oligómero, haciendo así que una gran cantidad de elementos sean candidatos a participar en la construcción de una entidad funcional última”. Permítanme traducírselo: ¿Por qué suponer que las secuencias auto-replicantes son aptas para ser consideradas raras solamente porque son largas? Podían haber sido bastante comunes.
Bien podrían haberlo sido. Y sin embargo toda la experiencia se muestra en contra. ¿Por qué deberían ser comunes las moléculas de ARN auto-replicantes hace 3.6 mil millones de años cuando hoy son imposibles de obtener en condiciones de laboratorio? Nadie, a este respecto, ha visto alguna vez una ribozima capaz de forma alguna de acción catalítica que no sea muy específica en su secuencia y diferente de las secuencias relacionadas. Nadie ha visto nunca una ribozima capaz de llevar a cabo una acción química sin la ayuda de un conjunto de enzimas. Nadie ha visto jamás algo semejante.
Las probabilidades, entonces, son desalentadoras, y cuando se consideran de manera realista, son incluso peores de lo que esta alarmante explicación pudiera sugerir. El descubrimiento de una molécula sencilla con el poder de iniciar una replicación difícilmente sería suficiente como para establecer la replicación. ¿Qué molde replicaría? En otras palabras, necesitamos por lo menos dos, haciendo así que las probabilidades de descubrirlas conjuntamente aumenten desde 1 en 1060 a 1 en 10120. Es necesario que estas dos secuencias se encuentren aproximadamente en el mismo sitio. Y en el mismo momento. Y organizadas de tal manera que se favorezca el apareamiento de bases. Y mantenidas en su sitio de algún modo. Y tamponadas en contra de posibles reactivos competidores. Y lo suficientemente productivas como para que sus duplicados no se desvanezcan en el mar insondable.
Al considerar el descubrimiento por azar de dos secuencias de ARN de apenas 40 nucleótidos de longitud, Joyce y Orgel concluyeron que la “biblioteca” requerida necesitaría 1048 secuencias posibles. Dado el peso del ARN, observaron tristemente, el volumen de la muestra correspondiente excedería la masa de la tierra. Y, como se recordará, este es el mismo Leslie Orgel que observaba que “es casi seguro que hubo alguna vez un mundo de ARN”.
Permítasenos añadir dos supuestos más a la lista ya acumulada: sin enzimas, los nucleótidos se organizaron de algún modo en cadenas y, por medios que no podemos duplicar en el laboratorio, una molécula prebiótica descubrió cómo reproducirse a sí misma.
Del ARN auto-replicativo a la química codificante.
Una nueva era está en ciernes, una era que comienza con el ARN auto-replicativo y que termina con el sistema de codificación química característico de la célula moderna. Por célula moderna se entiende la que divide sus funciones mediante la asignación a sus ácidos nucleicos de la gestión de la información y a las proteínas la ejecución de su actividad química. Nos encontramos hace 3.6 mil millones de años.
Con el advenimiento de esta era emergen problemas conceptuales distintos. Puede que ahora veamos a los dioses de la química alejándose en la distancia. La codificación química del sistema celular está determinado por dos objetos combinatorios discretos: los ácidos nucleicos y los aminoácidos. Estos objetos son discretos porque, del mismo modo que no hay frases fraccionarias que contengan tres palabras y media, no hay secuencias nucleotídicas fraccionarias que contengan tres nucleótidos y medio o proteínas que contengan tres aminoácidos y medio. Y son combinatorias, porque tanto los ácidos nucleicos como los aminoácidos son combinados por la célula para formar grandes estructuras.
Pero si la gestión de la información y su administración dentro de la célula moderna está determinada por un sistema combinatorio discreto, el trabajo de la célula es parte de una empresa marcadamente diferente. Pese a la tabla periódica, las reacciones químicas no son combinatorias y no son discretas. El enlace químico, como demostró Linus Pauling en los años 30, se basa plenamente en la mecánica cuántica. Y en el grado en que la química se explica en términos físicos, se rodea no sólo “del modelo por el que la ciencia debe regirse” sino también del sistema de ecuaciones diferenciales que juegan un papel conspicuo en todas las grandes teorías de la física matemática.
El código genético sirve para coordinar las dos grandes entradas de gestión de la información y de la actividad química en la célula y, por consiguiente, para coordinar dos estructuras fundamentalmente diferentes. Para captar la notable naturaleza de los hechos aquí en juego, es necesario hacer hincapié en la palabra código.
Por sí mismo, un código resulta bastante familiar: una cartografía arbitraria o un sistema de equivalencia entre dos objetos combinatorios discretos. El código Morse, por tomar un ejemplo familiar, coordina guiones y puntos con las letras del alfabeto. Percatarse de que el código es arbitrario es percatarse de la distinción entre un código y una conexión puramente física entre dos objetos. Percatarse de que los códigos expresan una cartografía es fijar un código a un lenguaje matemático. Percatarse de que los códigos reflejan una equivalencia de algún tipo es devolver el concepto de código a su uso humano.
Bajo cualquier circunstancia normal, el ligamiento es lo primero y representa un logro humano, algo que surge desde un punto más allá del sistema de codificación. (Otra vez, la coordinación entre punto-punto-punto-raya-raya-raya-punto-punto-punto, con la acuciante señal de SOS es un ejemplo familiar). De la misma manera que ninguna palabra explica su propio significado, ningún código establece su propia naturaleza.
La cuestión conceptual sigue ahora. ¿Pueden explicarse los orígenes de un sistema de codificación química de manera que no se haga ninguna apelación al tipo de hechos que de otra manera invocaríamos para explicar los códigos y lenguajes, los sistemas de comunicación, la impresión de palabras ordinarias en el mundo material?
A este respecto, vale la pena recordar que, como observa Hubert Yockey en Information Theory, Evolution and the Origin of Life (2005), “no hay ni rastro en la física o en la química del control de las reacciones químicas por cualquier tipo de secuencia o por un código entre secuencias”.
En el número de 2001 del diario RNA, el microbiólogo Carl Woese se refería de manera inquietante al “lado oscuro de la biología molecular”. Según Woese, la replicación del ADN es la expresión elegante y extraordinaria de las propiedades estructurales de una simple molécula: se abre, se divide y se cierra. La transcripción hasta ARN sigue a conveniencia: copia y conserva. En cada uno de estos dos casos, la estructura conduce a la función. Pero ¿dónde esta el enlace de coordinación entre la estructura química del ADN y el tercer paso, es decir, la traducción? Cuando llega la traducción, el aparato se torna sobrecargado: resulta increíblemente elaborado, y no refleja la estructura de ninguna molécula.
Estas reflexiones provocaron en Woese una conclusión sombría: si “los ácidos nucleicos no pueden reconocer a los aminoácidos de manera alguna” entonces en la traducción no funcionan “principios físicos fundamentales” (énfasis añadido).
Pero el diagnóstico de desorden de Woese resulta también bastante parcial; los síntomas que considera singulares son en realidad bastante generalizados. Lo que vale para la traducción vale también para la replicación y la transcripción. Los ácidos nucleicos no pueden reconocer directamente a los aminoácidos (y viceversa), pero tampoco pueden ni replicar ni transcribir por sí mismos en forma directa.
Tanto la replicación como la traducción están dirigidas enzimáticamente y sin esas enzimas una molécula de ADN o de ARN no haría nada en absoluto. Contrariamente a lo que Woese imagina, ningún principio físico fundamental trabaja directamente en ningún sitio de la célula moderna.
El problema más difícil y desafiante que lleva aparejado el origen de la vida surge ahora ante nuestros ojos. La mitad del moderno sistema químico codificante –el código genético y las secuencias que transmite- es, desde una perspectiva química, arbitraria. La otra mitad del moderno sistema químico codificante –la actividad de las proteínas- es, desde una perspectiva química, necesaria. En la vida, ambas mitades se hallan coordinadas. El problema continúa: ¿cómo llegó esto –el sistema entero- hasta aquí?
La opinión más extendida entre los biólogos moleculares es que las preguntas relativas a los sistemas biológico-moleculares sólo pueden responderse mediante experimentos biológico-moleculares. El distinguido biólogo molecular Horoaki Suga ha demostrado recientemente la fuerza y las limitaciones del método experimental cuando se ve confrontado por difíciles cuestiones conceptuales como la que acabo de plantear.
El objetivo del experimento de Suga era demostrar que un conjunto de catalizadores de ARN (o ribozimas) bien podría haber desempeñado el papel que hoy juega en la célula moderna la familia de proteínas de las aminoacil sintetasas.
Según Suga, hasta su trabajo, no había habido ninguna demostración convincente de que una ribozima fuera capaz de realizar la doble función de una sintetasa –es decir, reconocer tanto una forma de ARN transferente como un aminoácido. Pero en el laboratorio de Suga, precisamente esta molécula realizó su aparición ahora tan aplaudida. Con un aminoácido unido a su cola, la ribozima consiguió escindirse a sí misma y, como una serpiente, unir su carga aminoacídica a su cabeza. Lo que es más: pudo realizar este ejercicio al revés, llevando de nuevo el aminoácido desde su cabeza a la cola. Las reacciones químicas implicaban acilación: precisamente las reacciones que llevan a cabo las sintetasas dentro de la célula moderna.
El experimento de Horoaki Suga era interesante e ingenioso, provocando una reacción que quizás se vea mejor expresada en “bueno, ¡mirad eso!”. Ha cambiado los términos del debate al poner sobre la mesa algunos hechos nuevos. Y sin embargo, como sucede a menudo en la química experimental prebiótica, de ningún modo queda claro qué interpretación van a sostener los hechos.
¿Establecen realmente los resultados de Suga la existencia de una forma primitiva de química codificada? Aunque no se esperaba en el contexto, la coordinación conseguida por él, entre el aminoácido y una forma de ARN transferente no estaba en principio puesto en tela de juicio. La cuestión es si lo que se consiguió al establecer una conexión química entre estas dos moléculas no era otra cosa que establecer la existencia de un código. Si es así, entonces la química orgánica misma podría ser descrita de manera adecuada como el estudio de códigos, borrando por lo tanto el significado de un código como cartografía arbitraria entre objetos combinatorios discretos.
Al resumir los resultados de su investigación, Suga se percata de manera retórica de la ausencia de conclusión de sus resultados. “Nuestra demostración indica”, escribe él, “que el precursor catalítico del ARNt podía haber proporcionado el fundamento de un sistema de código genético”. Pero si la asociación que nos ocupa no es un código, ni siquiera uno primitivo, no sería una “fundación” de un código más de lo que un ladrillo es la fundación de un edificio. Y si es la fundación de un código, entonces lo que se ha conseguido, se ha logrado mediante un agente equivocado.
En el experimento de Suga, no había señal de que la ejecución de las rutinas químicas estuviera bajo control de una administración molecular, y tampoco había signo de que la ausente administración molecular tuviera nada que ver con las rutinas químicas ejecutivas. De hecho, la administración molecular que falta era el mismo Suga, tal y como revela su propio relato. Según él, las características relevantes del experimento, “nos permitieron seleccionar moléculas activas de ARN selectivas para un aminoácido deseado” (énfasis añadido). Por consiguiente, Suga y sus colaboradores fueron quienes “aplicaron condiciones restrictivas” al experimento, realizando una “amplificación selectiva de las moléculas de ARN automodificadas” y “tamizaron” a conciencia en busca de “actividad de auto-aminoacilación” (énfasis añadido en todo el texto).
Por lo menos, la aparición de un sistema de codificación química satisfizo los imperativos más urgentes: era necesario y se encontró. Era necesario porque una vez que un sistema de reacciones químicas alcanza un cierto umbral de complejidad, nada menos que un sistema de codificación química puede llegar a dominar el caos consiguiente. Y se encontró porque, después de todo, estamos aquí.
Son precisamente estas circunstancias las que han persuadido a los biólogos moleculares de que la explicación de la emergencia de un sistema de codificación química tiene que descansar, finalmente, en la teoría de la evolución de Darwin. Tal y como ha observado un crítico sobre los experimentos de Suga, “si cierto resultado puede alcanzarse mediante la dirección de laboratorio de un Suga, seguramente también puede alcanzarse por azar en el vasto universo”.
Una ribozima auto-replicativa satisface la primera condición que requiere la evolución darwiniana para adelantarse a la compra. Es por definición capaz de auto-replicarse. Y también satisface la segunda condición, ya que, por medio de errores en la replicación, introduce la posibilidad de variación en el mundo biológico. Bajo el supuesto de que los cambios subsiguientes en el sistema se ajustan a una ley de incremento de la utilidad marginal, puede preverse la aparición final de un sistema de codificación química, un sistema que puede ser explicado en términos “del modelo por el que la ciencia debe regirse”.
Fuera de consideraciones de este tipo, no hay duda de que al afrontar lo que él llamaba “el lado oscuro de la biología molecular”, a Carl Woese le preocupaba tratar de convencer a la comunidad biológica de los beneficios de “una perspectiva darwiniana general”. Pero la dificultad de “una perspectiva darwiniana general” es que supone un impedimento darwiniano general: la asignación al proceso darwiniano de un grado de previsión que posiblemente el proceso no posea.
La hipótesis de un mundo de ARN juega con la idea de que un sistema moderno dividido echa sus raíces en alguna forma de simetría molecular que fue quebrada por las contingencias de la vida. En algún momento de la transición al moderno sistema, una forma ancestral de ARN debe de haber conferido alguna de sus propiedades catalíticas a una familia de proteínas emergente. Esto debe de haber tenido lugar en algún momento de la historia; no es un artefacto de la imaginación. De manera similar, en algún momento de la transición a un sistema moderno, una forma ancestral de ARN debió de adquirir la capacidad de codificar la potencia catalítica que estaba desechando. Y también esto debió de tener lugar en algún momento de la historia.
Lógicamente, la cuestión es cuál de los dos pasos sucedió antes. Sin que la vida adquiriera un cierto grado de previsión, ningún paso puede darse de manera plausible, por medio de ninguna secuencia de ventajas selectivas. ¿Cómo pudo una forma ancestral de ARN adquirir la capacidad de codificar varios aminoácidos antes de que el código fuera útil? Y sin embargo, tal y como preguntan los biólogos moleculares Paul Schimmel y Shana O. Kelley ¿porqué una ribozima debería de acelerar su propia atrofia?
¿Podrían haberse dado estos dos pasos simultáneamente? Si fuera así, habría muy poca diferencia entre la explicación darwinista y la admisión sincera de que se ha producido un milagro. Si no hay milagros, volvemos al sitio del cual empezamos, de manera que el asunto del huevo y la gallina, que aparecía cuando la vida era rastreada hacia el pasado, aparece de nuevo cuando la vida es rastreada hacia el futuro.
No es por tanto, nada sorprendente que los textos que contienen la “perspectiva darwiniana general” de Woese estén dominados por referencias a un cierto número de fuerzas potentes y misteriosas sin identificar y por oscuras circunstancias condicionantes. Incluyo algunas citas sin mencionar su procedencia porque dichas citas son casi genéricas (énfasis añadido en todo el texto):
- La aminoacilación del ARN debió de haber conferido inicialmente alguna ventaja selectiva.
- Los productos de esta reacción deben de haber conferido alguna ventaja selectiva.
- Sin embargo, el desarrollo de un mecanismo rudimentario para el control de la diversidad de posibles péptidos habría sido ventajoso.
- El refinamiento progresivo de este mecanismo habría conferido una mayor ventaja selectiva.
Y así sucesivamente. Terminará, imaginamos, con la reducción al imperativo omnisciente de la teoría darwiniana, que es sencillamente que lo que fue debe de haber sido.
Y ahora el presente.
Al final de un largo ensayo es costumbre resumir lo que se ha dicho. En el presente caso, sospecho que sería más prudente recordar lo mucho que hemos supuesto: primero, que la atmósfera prebiótica era químicamente reductora; segundo, que la naturaleza encontró un modo de sintetizar citosina; tercero, que la naturaleza también encontró una manera de sintetizar ribosa; cuarto, que la naturaleza encontró los medios de ensamblar los nucleótidos para formar polinucleótidos; quinto, que la naturaleza descubrió una molécula auto-replicativa; y sexto, que una vez hecho todo esto, la naturaleza transformó una molécula auto-replicativa en todo un sistema químico codificante.
Estas suposiciones no solamente son engorrosas, sino que lo serán más hasta convertirse en un serio impedimento para el pensamiento. Ciertamente, esto puede ser la razón por la que algunos biólogos han mostrado últimamente un debilitamiento en su compromiso con el mundo de ARN y han querido buscar en algún otro sitio la explicación de la emergencia de la vida en la tierra. En una entrevista en New Scientist, el biofísico Harold Morowitz dice “es parte de una silenciosa revolución en el paradigma que está sucediendo en la biología, en la cual la aleatoriedad radical del darwinismo está siendo sustituida por una emergencia de la vida mucho más regulada por leyes científicas”.
Morowitz no es un hombre que se quede esperando a que los detalles se acumulen antes de reorganizar la nueva visión de la moderna biología. En una serie de artículos, ha aducido una visión global basada en la bioquímica de los sistemas vivos, antes que en la biología molecular o en las adaptaciones darwinistas. Su concepción trata a los sistemas vivientes como si fueran más fundamentales que sus componentes particulares, que pretenden representar las “características universales y deterministas de cualquier sistema de interacciones químicas basado en un planeta como el nuestro, cubierto por las aguas pero también rocoso”.
Esta visión de las cosas –primero el metabolismo, tal y como se le ha denomina a menudo- resulta no sólo intrigante por sí misma sino que se ve reforzada por un compromiso firme con la química y con “el modelo por el que la ciencia debe regirse”. Ha sido discutido con gran vigor por Morowitz y otros. Representa una alternativa al mundo de ARN. Es una obra que progresa y puede que esté bien. Sin embargo, sufre de un importante defecto. Todavía no hay evidencia de que esté bien.
Ya han pasado más de 175 años desde que Friedrich Wöhler anunciara la síntesis de urea. Sería un enorme disparate dudar de que nuestra comprensión de los orígenes de la vida ha mejorado de manera inconmensurable. Pero es totalmente otra cuestión decir si ha mejorado de manera inconmensurable en el sentido de que confirme enérgicamente la osada idea de que los sistemas vivos son químicos en su origen y por lo tanto físicos en su naturaleza.
En On the Origins of the Mind intenté mostrar lo mucho que puede aprenderse estudiando la cuestión desde una perspectiva computacional. De manera análoga, al contemplar los orígenes de la vida, se puede aprender mucho –de hecho, más- estudiando el tema desde la perspectiva de la química codificante. Sin embargo, en los dos casos, lo que parece estar más allá “del modelo por el que la ciencia debe regirse” es cualquier éxito que esté más allá del aquí y ahora (3). Todas las cuestiones acerca del origen global de estos extraños y sorprendentes sistemas parecen demandar respuestas que el modelo mismo, por su naturaleza, no puede dar.
No debe dejar de señalarse que esto es sólo un juicio tentativo, quizás solo una corazonada. Pero supongamos que las cuestiones sobre el origen de la mente y los orígenes de la vida caen realmente más allá de la comprensión del “modelo por el que la ciencia debe regirse”. En ese caso, debemos contentarnos con sus limitaciones o revisar el modelo. Si una revisión cae igualmente más allá de nuestros poderes, entonces, bien podemos decir que la mente y la vida han aparecido en el universo por alguna razón que no podemos discernir.
Peores cosas han pasado. Al final, estos asuntos sólo pueden ser resueltos del mismo modo en que se resuelven tales cuestiones. Hay que esperar y ver.
Descubierta por H. M. Roulle en 1773, la urea es el principal componente de la orina. Hasta 1828, los químicos habían supuesto que la urea sólo podía ser producida por organismos vivos. Wöhler proporcionó la refutación más convincente de esta tesis que se pueda imaginar. Su síntesis de urea era digna de ser tenida en cuenta, observaba él con modestia, porque “aporta un ejemplo de producción artificial de una sustancia orgánica, denominada animal, a partir de materia inorgánica”.
El trabajo de Wöhler inició una revolución en la química; pero también inició una revolución en el pensamiento. Del mismo modo que los sistemas vivos son químicos en su naturaleza, se hizo posible imaginar que podían ser químicos en el origen, y si eran químicos en el origen, eran por tanto plenamente físicos en su naturaleza, y en consecuencia una parte del universo que podía ser explicada en términos “del modelo por el que la ciencia debe regirse”1.
En una carta enviada a su amigo, Sir Joseph Hooker, varias décadas después del descubrimiento de Wöhler, Charles Darwin se permitía especular. Al invocar “una pequeña sopa caliente”, cociendo en el oscuro e inaccesible pasado, Darwin imaginaba que, dados “el amoniaco y las sales fosfóricas, la luz, el calor y la electricidad, etc, presentes”, podría provocarse la generación espontánea de un “compuesto proteico”, de manera que este compuesto estuviera “listo para experimentar cambios aún más complejos”. Así comenzó la mismísima evolución darwinista.
Pero tenía que transcurrir más tiempo. Digamos ¿unos sesenta años? Trabajando de manera independiente, J. B. S. Haldane en Inglaterra y A. I. Oparin en la Unión Soviética publicaron influyentes trabajos relativos al origen de la vida. Ambos conjeturaban que, antes de la era de la evolución biológica, debía de haber existido una era de evolución química a partir de algún tipo de sopa prebiótica. Predominaba una atmósfera reductora, dominada por el metano y el amoniaco, en la que los átomos de hidrógeno, al ceder sus electrones (y por tanto “reduciendo” a terceros) provocaban varias reacciones químicas. La energía estaba disponible en forma de descargas eléctricas, y a partir de ahí aparecieron hidrocarburos complejos en la superficie del mar.
La publicación del artículo de Stanley Miller, “producción de aminoácidos bajo las posibles condiciones de la tierra primitiva”, en mayo de 1953 en la revista Science completó la vía inferencial iniciada por Friedrich Wöhler 125 años antes. Miller, un estudiante de doctorado, realizó su trabajo según las instrucciones de Harold Urey. Dado que no contribuyó directamente al experimento, Urey insistió en que su nombre no apareciera en el artículo. Pero hoy su artículo es universalmente conocido como el experimento de Urey-Miller, evidenciando que una buena acción puede ser su propia recompensa.
Al elaborar inferencias sobre la evolución pre-biótica a partir de la química ordinaria, Haldane y Oparin habían abierto una puerta imaginaria. Miller y Urey irrumpieron a través de ella. Dentro de los límites de dos vasos de precipitado, recrearon un ambiente prebiótico simple. Un vaso contenía agua; el otro, conectado al primero mediante un sistema cerrado de tubos de cristal, contenía cianuro, agua, metano y amoníaco. Así, se suponía que los dos vasos simulaban el océano prebiótico y su atmósfera. Primero el agua podía pasar por evaporación hasta los gases contenidos en el segundo, y el vapor volvía al primer alambique mediante condensación.
Luego, Miller y Urey dejaron que una chispa eléctrica pasara de manera continua a través de la mezcla de gases del segundo vaso de precipitado, mientras los dioses de la química controlaban las reacciones siguientes con poca o ninguna ayuda humana. Una semana después de que comenzaran su experimento, Miller y Urey descubrieron que además de un residuo alquitranado –el producto más destacado- su potente y pequeño planeta había producido un cierto número de los aminoácidos presentes en los sistemas vivos.
El efecto causado entre los biólogos (y entre el público) fue electrizante –tanto más a causa del genio metodológico del experimento. Miller y Urey no habían hecho nada. La naturaleza lo había hecho todo. El experimento solamente había roto la nube de lo desconocido.
La doble hélice.
En abril de 1953, sólo cuatro semanas antes de que Miller y Urey informaran de sus resultados en Science, James Watson y Francis Crick publicaron una breve carta en Nature titulada “una estructura para el ácido desoxirribonucleico”. La carta es hoy famosa aunque sólo sea porque el exuberante Crick, por lo menos, estaba persuadido de que él y Watson habían descubierto el secreto de la vida. En esto estaban equivocados: el secreto de la vida, junto con su significado, permanece oculto. Pero al deducir la estructura del ácido desoxirribonucleico (ADN) a partir de los patrones de difracción de rayos X y de otras características químicas, Watson y Crick habían descubierto la manera por la que la vida se replica a sí misma a nivel molecular.
Según Watson y Crick, el ADN, conformado como una doble hélice, consistía en dos cadenas torsionadas, que se miraban una a otra y que estaban unidas mediante puntales2. Cada cadena se componía de una serie de cuatro bases nitrogenadas: adenina (A), guanina (G), timina (T) y citosina (C). Las bases eran nitrogenadas porque su actividad química estaba determinada por los electrones del átomo de nitrógeno y eran bases porque pertenecían a una de las dos grandes familias químicas – la otra son los ácidos, con los que se combinan para dar sales.
Dentro de cada hebra de ADN, las bases nitrogenadas se unen a un azúcar, la desoxirribosa. Las moléculas de azúcar están unidas unas a otras por un grupo fosfato. Cuando los nucleótidos (A, G, T o C) se hallan conectados dentro de una cadena de azúcar-fosfato, forman un polinucleótido. En el ADN del vivo, dos de estas cadenas se enfrentan la una a la otra, mientras que las bases se unen entre sí, una A con una T y una G con una C. La correspondencia entre las bases se conoce como apareamiento de Watson y Crick.
“No hemos dejado de advertir”, observaban Watson y Crick, “que el emparejamiento específico que hemos postulado sugiere inmediatamente un posible mecanismo de copia del material genético” (énfasis añadido). Es decir, que la replicación procede cuando una molécula de ADN es desdoblada a lo largo de su eje interno, dividiendo los enlaces de hidrógeno entre las bases. El emparejamiento entre las bases, por lo tanto, funciona para conseguir que dos hebras de una doble hélice separada formen de nuevo esa doble hélice.
Está fue la conjetura de Watson y Crick y así quedó demostrado.
La síntesis de proteínas.
Junto a Francis Crick y Maurice Wilkins, James Watson recibió el premio Nobel de medicina en 1962. En su discurso de aceptación en Estocolmo, ante el rey de Suecia, Watson tuvo la ocasión para explicar su objetivo de investigación original. El primero era explicar la replicación genética. Esto lo habían hecho Crick y él. El segundo era describir “el modo en que los genes controlan la síntesis proteica”. Esto estaba en curso de hacerlo.
El ADN es una molécula grande, larga y estable. En comparación con otras moléculas, es relativamente inerte. Más bien son las proteínas quienes se ocupan de los asuntos cotidianos de la célula. Actuando a modo de enzimas, y por tanto como agentes del cambio, las proteínas hacen posible el metabolismo rápido característico de los modernos organismos.
Las proteínas están formadas por alfa-aminoácidos de los que existen 20 en los organismos vivos. El prefijo “alfa” designa la posición del átomo de carbono crucial del aminoácido, que indica que se encuentra adyacente a (y está unido con) un grupo carboxilo compuesto de carbono, oxígeno, otra vez oxígeno e hidrógeno. Y las proteínas son polímeros: como sucede en el ADN, sus aminoácidos constitutivos están dispuestos en cadenas moleculares.
Pero ¿cómo hace la célula para unir los aminoácidos para formar proteínas específicas? Este es el problema al que aludió Watson, mientras el rey de Suecia, perdido en una nube de admiración, asentía amistosamente.
El éxito del emparejamiento de Watson y Crick había persuadido a un cierto número de biólogos moleculares de que el ADN llevaba a cabo la síntesis de proteínas mediante el mismo proceso que gobernaba su replicación: la formación de patrones asimétricos o “moldes”. Después de todo, la replicación molecular procedía mediante una separación y recombinación de moléculas homólogas (o simétricas) divinamente simple, de manera que cada hebra de ADN serviría de molde para otra. Así, parecía igualmente verosímil que el ADN realizara una función de molde para los aminoácidos.
Fue Francis Crick quien por primera vez observó en 1957 que esto era sumamente improbable. En una nota de carácter privado, Crick escribió que “si se considera la naturaleza físico-química de las cadenas laterales de los aminoácidos, no encontraremos características complementarias en los ácidos nucleicos. ¿Dónde están las superficies hidrofóbicas que distinguen la valina de la leucina y la isoleucina? ¿Dónde están los grupos cargados, en posiciones específicas, que van con aminoácidos de carácter ácido o básico?”
Por si alguien no se hubiera percatado, Crick vuelve a subrayar: “no creo que nadie que examine el ADN o el ARN [ácidos ribonucléicos] piense que son moldes de aminoácidos”.
Si estas observaciones hubieran sido hechas por alguien que no fuera Francis Crick, podrían haber sido consideradas como las palabras de un lunático; pero si miramos hoy
cualquier texto de biología molecular actual, está claro que Crick sólo estaba subrayando lo que estaba bajo sus narices. ¿Dónde están esas “superficies hidrofóbicas nudosas”? Imaginar que los ácidos nucleicos forman un molde o un patrón para los aminoácidos es un poco como intentar imaginar un guante para un ciempiés. Pero si los ácidos nucleicos no forman un molde para los aminoácidos, entonces la información que ellos contienen –la totalidad de la vieja sabiduría de las especies, después de todo-sólo podía ser expresada mediante una forma indirecta de transmisión: algún tipo de código.
La idea no era nueva. El físico Erwin Schrödinger había predicho en 1945 que los sistemas vivos podrían contener lo que él llamó un “código escrito”, y su breve y elegante libro, “¿Qué es la vida?”, ejerció una poderosa influencia en todos los biólogos moleculares que lo leyeron. Diez años más tarde, el omnipresente Crick invocó la frase “hipótesis de secuencia” para caracterizar la doble idea de que la secuencia de ADN deletrea un mensaje y de que se necesita un código para expresarlo. Permanecían oscuros tanto el mecanismo por el que se transmite como la sintaxis del mensaje.
El mecanismo emergió primero. A finales de los años 50, François Jacob y Jacques Monod propusieron la tesis de que el ARN actuaba como primer intermediario de una cadena que va desde el ADN hasta los aminoácidos.
El ARN es un ácido nucleico de cadena sencilla más que de doble cadena: un pedacito del bloque de ADN. En vez de timina (T), contiene la base uracilo (U) y el azúcar que hay en su esqueleto carece de un átomo de oxígeno desprendido de sus desoxirribosa. Pero el ARN, decían Jacob y Monod, era más que una simple molécula: era un mensajero, un instrumento de transmisión, que “transcribía” en un medio un mensaje que se había expresado primero en otro. Entre las muchas formas en que el ARN pulula dentro de la célula moderna, el ARN destinado para tareas de transcripción fue conocido, por razones obvias, como ARN “mensajero”.
En la transcripción, los biólogos moleculares habían descubierto un segundo proceso fundamental, un compañero de armas de la replicación. Casi inmediatamente después, aparecieron los detalles del código empleado por el mensajero. En 1961, Marshall Nirenberg y J. Heinrich Matthei anunciaron que habían descubierto un punto específico de contacto entre el ARN y el aminoácido. Y posteriormente, poco a poco, emergió la totalidad del código genético. El ARN (como el ADN) está organizado en tripletes, de manera que las secuencias adyacentes de tres bases corresponden a un aminoácido sencillo. Sesenta y cuatro tripletes (o codones) gobiernan a veinte aminoácidos. El esquema es universal o casi del todo.
La elaboración del código genético hizo posible un modelo de la célula moderna notablemente elegante, en forma de un sistema en el que las secuencias de los codones dentro del ácido nucleico actúan a distancia para determinar secuencias de aminoácidos dentro de las proteínas: órdenes enviadas, respuestas garantizadas. Un tercer proceso biológico fundamental adquiría así encarnación molecular. Si la replicación servía para dividir y luego para duplicar el mensaje ancestral de la célula, y la transcripción para re-expresarlo en forma de ARN mensajero, la “traducción” actuaba para transmitir ese mensaje desde el ARN mensajero hasta los aminoácidos.
Pese a todo el poder y la audacia de esta tesis, los detalles permanecieron en el nivel de lo que los bibliotecarios denominan como procedimientos generales de explicación. Nadie había establecido una conexión directa -física- entre el ARN y los aminoácidos.
Percatándose del problema, Crick también indicó la forma de su solución. “Por lo tanto, yo propuse una teoría”, escribiría retrospectivamente, “en la cual había veinte adaptadores (uno para cada aminoácido) junto a veinte enzimas especiales. Cada enzima uniría un aminoácido particular con su adaptador especial”.
A comienzos de 1969, más o menos al mismo tiempo en que un sombrío Lyndon Johnson abandonaba la Casa Blanca para regresar a los Pedernales, los adaptadores cuya existencia Crick había predicho vieron la luz. Había veinte, tal y como él había sugerido. Eran cortos en longitud; eran específicos en su acción y eran ácidos nucleicos. Colectivamente, ahora reciben el nombre de ARN “transferente” (ARNt).
Plegados como una hoja de trébol, los ARN transferentes sirven físicamente de puente entre el ARN mensajero y un aminoácido. Un brazo de la hoja de trébol recibe el nombre de región anti-codon. Las tres bases nucleotídicas que contiene están curvadas alrededor del brazo cuyo extremo tiene forma de ampolla y se aparean de acuerdo con el modelo de Watson y Crick con las bases del ARN mensajero. El otro extremo de la hoja de trébol es la región aceptora. Es aquí donde el aminoácido debe ir, mientras que la estructura del ARNt sugiere una complicada conexión tipo hembra, esperando ser ocupada por el aminoácido específico tipo macho.
Los adaptadores cuya existencia Crick había predicho servían de manera dramática para confirmar su hipótesis de que tales adaptadores eran necesarios. Pero aunque estos ocasionan una conexión física entre ácidos nucleicos y aminoácidos, el hecho de que ellos mismos sean aminoácidos suscita una pregunta: dentro de la cadena molecular extendida ¿qué es lo que actúa para adaptar a los adaptadores con los aminoácidos? Y esto, también, fue un problema que Crick previó y resolvió: su primera sugerencia mencionaba tanto el adaptador (el ácido nucleico) como sus enzimas (las proteínas).
Y de nuevo fue demostrado. La acción de emparejar los adaptadores a los aminoácidos es llevado a cabo por una familia de enzimas, y por tanto por una familia de proteínas: las aminoacil-ARNt-sintetasas. Hay tantas de estas enzimas como adaptadores. El prefijo “aminoacil” indica un tipo de reacciones químicas, y es en el proceso de aminoacilación que la carga de un grupo carboxilo se une a una molécula de ARN transferente.
De manera colectiva, las enzimas conocidas como sintetasas tienen el poder de reconocer codones específicos y de seleccionar sus aminoácidos apropiados dentro del código genético universal. Se piensa de manera ordinaria que el reconocimiento y la selección son acciones cognitivas. En psicología, son poco conocidas pero dentro de la célula han sido explicadas en términos químicos y también en términos “del modelo por el que la ciencia debe regirse”.
Con el ARNt cargado de manera apropiada, la molécula es conducida al ribosoma, donde se lleva a cabo la tarea de ensamblar las secuencias de aminoácidos mediante otro ácido nucleico, el ARN ribosómico (ARNr). De esta manera, la célula moderna se encuentra subordinada a un rico drama narrativo. En resumen:
Replicación: duplica el mensaje genético del ADN.
Transcripción: copia el mensaje genético del ADN en forma de ARN.
Traducción: conduce el mensaje genético desde el ARN hasta los aminoácidos –donde, en un cuarto y último paso, los aminoácidos son ensamblados para producir proteínas.
El dogma central.
De nuevo fue Francis Crick, con su notable don para imprimir su autoridad en una disciplina entera, quien organizó estos hechos en lo que él denominó el dogma central de la biología molecular. La célula, afirmaba Crick, es un reino dividido. Al actuar como administrador de la célula, los ácidos nucleicos personifican toda la sabiduría requerida –donde ir, qué hacer, cómo hacerlo- en la secuencia específica de sus bases nucleotídicas. La administración procede mediante la transmisión de información desde los ácidos nucleicos hasta las proteínas.
El dogma central representa una flecha que señala en una dirección, desde los ácidos nucleicos hasta las proteínas, y nunca en dirección contraria. Pero ¿existe algo parecido a una flecha que acostumbre a regresar de su objetivo? No es esta una cuestión que Crick considerara, aunque en un cierto sentido la respuesta es sencillamente no. Dado el moderno código genético, que hace corresponder cuatro nucleótidos a veinte aminoácidos, no puede haber código inverso que vaya en dirección opuesta; una correspondencia contraria es matemáticamente imposible.
Pero hay otro sentido en el que el dogma central de Crick genera su propio contrario. Si los ácidos nucleicos son los administradores de la célula, las proteínas son sus ejecutivos químicos: tanto el personal como la materia de la vida. La flecha molecular va en un sentido con respecto a la información, pero va en dirección contraria con respecto a la química.
La replicación, la transcripción y la traducción representan el gran despliegue del dogma central a medida que procede en un sentido. Las actividades químicas iniciadas por las enzimas representa el gran despliegue del dogma central, cuando va en el otro. Dentro de la célula, las dos mitades del dogma central se combinan para revelar un sistema de codificación química, una tabla horaria exquisitamente intrincada pero notablemente coherente que recuerda a un gran ejército en acción.
A partir de estas consideraciones, emerge una figura familiar: la figura del huevo y la gallina. La replicación, la transcripción y la traducción se hallan todas bajo el control de varias enzimas. Pero las enzimas son proteínas, y estas proteínas especiales son especificadas por los ácidos nucleicos celulares. El ADN requiere las enzimas para llevar a cabo el trabajo de replicación, transcripción y traducción; las enzimas necesitan del ADN para iniciarlo. Los ácidos nucleicos y las proteínas se hallan así profundamente coordinados, cada uno dependiendo del otro. Sin aminoacil-ARNt-sintetasa, no hay traducción del ARN, pero sin ADN no hay síntesis de aminoacil-ARNt-sintetasa.
Si los ácidos nucleicos y sus enzimas se persiguieran entre ellas por siempre y dentro de la misma célula, el resultado sería un círculo vicioso. Pero la vida ha resuelto elegantemente este círculo en forma de espiral. La aminoacil-ARNt-sintetasa, que hace falta para completar la traducción molecular, entra en una determinada célula procedente de su progenitor o célula “madre”, donde es especificada por el ADN de dicha célula. Las enzimas necesarias para que el ADN de la célula madre haga su trabajo, entran en aquella célula desde su línea materna y así sucesivamente.
En lo relativo a la intuición o la experiencia, estos hechos no sugieren nada más que la eterna y misteriosa verdad de que la vida solo procede de la vida. Como dijo el escritor latino, omnia viva ex vivo. Sólo cuando los hechos se hallan en el marco de las varias teorías sobre el origen de la vida, suscitan una paradoja o por lo menos una cuestión: en la espiral molecular descendente, ¿qué vino primero: la gallina en forma de ADN o su huevo en forma de varias proteínas? Y si ninguno vino primero ¿cómo empezó la vida?
El mundo de ARN.
Estamos en 1967, el año de la guerra de los seis días en Oriente Medio, del descubrimiento de las interacciones electrostáticas débiles en la física de partículas, del término de un programa de investigación de veinte años dedicado al efecto de la fluorización sobre la caries dental en Evanston, Illinois. Es también el año en que Carl Woese, Leslie Orgel y Francis Crick introdujeron la hipótesis de que una “evolución basada en la replicación del ARN precedió a la aparición de la síntesis de las proteínas” (énfasis añadido).
Por entonces, quedó notablemente claro que la estructura de la célula moderna no sólo era más compleja que otras estructuras físicas sino también que era compleja hasta un punto poco conocido. Y sin embargo no importa lo mucho que los biólogos viajaran en el túnel del tiempo, ciertas características de la célula estaban aún ahí, un mensaje lanzado hacia el futuro por el último ancestro común universal. Resumiendo en perspectiva su propia perplejidad, Crick observaría más tarde que “un hombre honesto, armado con todo el conocimiento del que disponemos hoy, sólo podría afirmar que, en algún sentido, el origen de la vida aparece por el momento casi como un milagro”. Muy sabiamente, Crick no escribió por lo tanto otro artículo sobre el asunto –aunque afirmó su compromiso con la teoría de la “panspermia dirigida”, según la cual la vida se originó en alguna región del universo y, por razones que Crick nunca pudo especificar, fue sencillamente enviada aquí.
Pero eso fue más tarde. En 1967, la argumentación aducida por Woesel, Orgel y Crick era simple. Dados aquellos pollos y aquellos huevos, algo tenía que haber llegado primero. Dos posibilidades fueron tachadas de la lista por un simple proceso de eliminación. ¿El ADN? Demasiado estable y, en algún extraño sentido, demasiado perfecto. ¿Las proteínas? Incapaces de dividirse a sí mismas, y siendo así, como eunucos moleculares, útiles sin ser fecundas. Quedaba el ARN. Aún cuando no era obvia su elección como molécula primordial, tampoco resultaba obvio que fuera una elección errónea.
Una vez propuesta la hipótesis –aunque sin mucha sensación de confianza intelectual- los biólogos diferían en sus interpretaciones. Pero estaban de hecho de acuerdo acerca de tres principios generales. Primero, que en un pasado distante, el ARN, y no el ADN, controlaba la replicación genética. Segundo, que el modelo de emparejamiento de Watson y Crick gobernaba el ARN ancestral. Y tercero, que el ARN llevó a cabo en cierto momento las actividades de la clase que hoy desempeñan las proteínas. La paradoja del huevo y la gallina fue resuelta por lo tanto mediante la hipótesis de que la gallina era el huevo.
En 1981, el descubrimiento independiente de la ribozima –una enzima ribonucleica- por Thomas Cech y Sydney Altman confería a la hipótesis del ARN la fuerza de una conjetura científica. Al estudiar el protozoo ciliado Tetrahymena thermophila, Cech descubrió para su asombro una forma de ARN capaz de inducir un corte. En el lugar en que una enzima hubiera trabajado para apartar una hebra de ARN, había una ribozima haciendo su trabajo. La pequeña y ocupada molécula servía no sólo para dar instrucciones: aparentemente, las llevaba a cabo también y en cualquier caso hacía lo que los bioquímicos habían supuesto desde los años 20, que sólo podía ser hecho por una enzima y, por lo tanto, por una proteína.
En 1986, el bioquímico Walter Gilbert afirmó la existencia de todo un “mundo” de ARN, un estado ancestral promovido por la magia de esta denominación al que gran parte de los biólogos consideran un hecho. Así, cuando el biólogo molecular Harry Soller descubrió que la síntesis de proteínas dentro de los actuales ribosomas está catalizada por ARN ribosómico (ARNr), y no por ninguna de las viejas enzimas que nos son familiares, para Leslie Orgel apareció como “casi cierto” que “hubo una vez un mundo de ARN” (énfasis añadido).
De la biología molecular al origen de la vida.
Es perfectamente cierto que cada parte de la célula moderna lleva tenues rastros del pasado. Pero estos rastros moleculares son sólo indicios. Por el contrario, para cualquiera que la haya estudiado, la ribozima parece ser una auténtica reliquia, un
recuerdo sólido y palpable del pasado prebiótico. Su descubrimiento llevó incluso a Francis Crick a admitir que él también hubiera deseado haber sido lo suficientemente listo como para buscar esas reliquias antes de que las hubiéramos conocido.
Gracias a la ribozima, muchísimos científicos se han convencido de que “el modelo por el que la ciencia debe regirse” está muy cerca de abarcar el origen mismo de la vida. “Mis expectativas”, afirma David Liu, profesor de química y biología química en Harvard, “es que podremos reducir esto a una serie muy simple de sucesos lógicos”. Aunque a menudo exagerado, este optimismo no es de ningún modo irracional. Al mirar a la célula moderna, los biólogos proponen reconstruir a lo largo del tiempo las estructuras que ahora se encuentran simplemente en el espacio.
La investigación sobre el origen de la vida se ha visto subordinada a una triple secuencia racional, que comienza en un pasado muy distante. Primero, los constituyentes de la célula se formaron y ensamblaron. Esto incluía las bases nucleotídicas, los aminoácidos y los azúcares. Luego siguió la aparición de las ribozimas, de algún modo dotadas de poder de autorreplicación. Así las cosas, emergió un sistema químico codificado que hizo posible lo que el biólogo molecular Paul Schimmel ha denominado “el teatro de las proteínas”. De este modo prosiguieron las sustancias desde el pasado prebiótico hasta el mismo umbral del último ancestro común y universal, en tanto que, con un gusto inimitable, la vida comenzó a diversificarse por sí misma de acuerdo con los principios darwinianos.
Esta explicación ya no es fantasía. Pero todavía no es un hecho. Esta es una razón por la que desandar lo andado es un ejercicio interesante al que ahora regresaremos.
La era de Miller.
Quizás sea hace cuatro mil millones de años. La primera de las grandes eras en que la formación de la vida ha comenzado. Las leyes de la química tienen el control completo de las cosas - ¿Qué más? Es la era de Miller, el período que marca la transición desde la química inorgánica a la orgánica.
De acuerdo con la impresión general que transmite la literatura científica y de divulgación, el éxito del experimento original de Miller-Urey fue absoluto e ilimitado. Sin embargo, esto resulta un tanto exagerado. Poco después de que Miller y Urey publicaran sus resultados, cierto número de experimentados geoquímicos expresaron reservas. Miller y Urey habían supuesto que en la atmósfera prebiótica, el hidrógeno cedía electrones (reducía) para promover la actividad química. No es así, decían los geoquímicos. La atmósfera prebiótica estaba mucho más cerca de la neutralidad que de ser reductora, y contenía poco o ningún metano y bastante dióxido de carbono.
Nada en los años subsiguientes ha hecho pensar que estos geoquímicos amargados estuvieran radicalmente equivocados. B. M. Rode, en el número de 1999 de la revista Peptides observó con suavidad que “la moderna geoquímica supone que la atmósfera secundaria de la atmósfera primitiva (i. e. después de la difusión del hidrógeno y del helio por el espacio)... consistía principalmente en dióxido de carbono, nitrógeno, agua e incluso pequeñas cantidades de oxígeno”. Esto no es un entorno para inducir excitación química.
Hasta hace poco, la naturaleza químicamente poco reactiva de la atmósfera inicial permanecía siendo un secreto incómodo entre los biólogos evolutivos, del mismo modo que cuando uno se entera de que un tío viste en privado ropa interior femenina; si los biólogos estuvieran dispuestos a reconocer los hechos en público, podrían hacerlo subrayando que toda familia tiene uno. Esto ha cambiado ahora. El asunto parece encontrarse con problemas. Un artículo reciente en Science ha sugerido que las conjeturas previas acerca de la atmósfera prebiótica estaban seriamente equivocadas. Unos pocos investigadores han aducido que, después de todo, una atmósfera reductora no es lo bastante importante para la síntesis prebiótica como se había imaginado previamente.
A este respecto, el mismo Miller ha mantenido una perspectiva mucho más honesta y poco productiva. “O tienes una atmósfera reductora”, escribió lisa y llanamente, “o no vas a tener los compuestos orgánicos necesarios para la vida”.
Si la composición de la atmósfera prebiótica sigue siendo materia de controversia, esto no debe sorprendernos: los geoquímicos están intentando revisar una era situada cuatro mil millones de años atrás. La síntesis de agentes químicos prebióticos es otro asunto. Las preguntas acerca de dichos agentes caen dentro de la disciplina de los experimentos de laboratorio.
Entre estas cuestiones se encuentra la que concierne a la base citosina (C). Ni rastro de ella se ha encontrado en ningún meteorito. No se encuentra en cometa alguno, por lo que puede saberse. No está enterrada en la Antártida. Tampoco puede producirse mediante ninguno de los corrientes experimentos de química prebiótica. Fuera de la célula viva, no existe en ningún otro sitio.
Por tanto, cuando M. P. Robertson y Stanley Miller anunciaron en Nature en 1995 que habían determinado una ruta razonable para la síntesis prebiótica de citosina a partir de cianoacetaldehído y urea, el sentimiento de satisfacción fue muy considerable. Pero duró poco. En una larga e influyente revisión publicada en los Proceedings of the Nacional Academy of Science, el químico de la Universidad de Nueva York Robert Shapiro observó que la reacción en la que Robertson y Miller habían puesto sus esperanzas, aunque suficientemente activa, no llevaba finalmente a sitio alguno. De modo demasiado rápido, la citosina que habían sintetizado se transformaba a sí misma en la base del ARN uracilo (U) mediante un proceso químico conocido como desaminación, que no tiene más misterio que el de deshacerse de una molécula mediante el procedimiento de enviarla a otro sitio.
La dificultad, escribía Shapiro, era que “la formación de citosina y la subsiguiente desaminación del producto hasta uracilo ocurría con la misma velocidad”. Robertson y Miller habían informado ellos mismos de que después de 120 horas, la mitad de su preciosa citosina se había ido – y lo hacía más deprisa cuando sus reacciones tenían lugar en una urea saturada. En palabras de Shapiro, “estába claro que la producción de citosina caería hasta el 0 por ciento si la reacción se prolongara”.
Si la reacción química central favorecida por Robertson y Miller se auto-anulaba, podía suceder o no bajo circunstancias improbables.
Era necesario urea concentrada para disparar la reacción; un tufillo del cuarto de al lado no lo haría. Por esta misma razón, sin embargo, el mar prebiótico, en el que los concentrados desaparecían demasiado rápido, era un lugar difícil para el comienzo – como cualquiera que se haya orinado en una piscina puede confirmar con una satisfacción culpable. Al tanto de esto, Robertson y Miller propusieron un conjunto diferente de circunstancias: en lugar de la sopa prebiótica, lagunas en desecación. En un pasaje polémico final, su crítico, Shapiro, estipuló que sería necesario lo siguiente:
Un lago aislado, o algún otro depósito de agua de mar, deberían contener concentraciones extremas...
Además, sería necesario que los residuos líquidos estuvieran en recipientes impermeables [para impedir las reacciones cruzadas].
Los procesos de concentración deberían de interrumpirse durante algunas décadas... para permitir que las reacciones tuvieran lugar.
En este punto, la reacción necesitaría atenuación (quizás por evaporación o sequedad) para impedir la pérdida por desaminación.
Finalmente, debería de haber un reservorio de urea sólida que contuviera citosina (y urea).
Este escenario, subrayaba Shapiro, “no puede excluirse por ser un suceso raro de la tierra primitiva, pero no puede calificarse de verosímil”.
Al igual que la citosina, el azúcar debe también hacer aparición en la era de Miller, y, como la citosina, es también difícil de sintetizar en condiciones prebióticas plausibles.
En 1861, el químico alemán Alexander Bulterow creó una sustancia parecida al azúcar a partir de una mezcla de formaldehído y cal.
Purificado posteriormente mediante una larga serie de reactivos químicos orgánicos, la denominada reacción de la formosa de Bulterow ha sido desde entonces una fuente de inspiración para los investigadores del origen de la vida.
Hoy, la reacción se inicia mediante un agente alcalino, como el talio o el hidróxido de plomo. Luego sigue un largo período de inducción, donde burbujean un cierto número de intermediarios. La reacción de la formosa es autocatalítica en el sentido de que sigue funcionando: los carbohidratos que genera sirven de cebador para la reacción a modo de bucle creciente de retroalimentación exponencial hasta que el depósito inicial de formaldehído se agota. Una vez terminada la inducción, la reacción de la formosa produce una cierta cantidad de azúcares complejos.
Sin embargo, no son azúcares en general lo que la era de Miller requiere, sino una forma particular de azúcar llamada ribosa – y no simplemente ribosa sino dextro-ribosa. Los compuestos del carbono son de manera natural dextrógiros o levógiros, dependiendo de cómo polarizan la luz. La ribosa existente en los sistemas vivos lo hace hacia la derecha, de ahí el prefijo “dextro”. Pero los azúcares que salen de la reacción de la formosa son racémicos, es decir, tanto dextro- como levógiros, y la producción de ribosa útil es insignificante.
Aunque por el momento en nada ha cambiado el hecho fundamental de que es muy difícil obtener azúcar dextrógira en cualquier clase de experimento, en 1990 el químico suizo Albert Eschenmoser fue capaz de alterar sustancialmente la manera en que aparecían los azúcares. Modificando la misma reacción de la formosa con la mano de un maestro, Eschenmosser alteró dos moléculas añadiéndolas dos grupos fosfato. Este simple cambio impidió la formación de azúcares extraños que atestaban la clásica reacción de la formosa. Los productos, informaba Eschenmosser, incluían entre otras cosas una mezcla de ribosa 2,4 di-fosfato. Aunque la mezcla era racémica, contenía una molécula cercana a la ribosa, necesaria para los sistemas vivos. Mediante unos pocos ajustes químicos, Eschenmosser pudo afirmar, de manera verosímil, que la ruta prebiótica hacia la síntesis de azúcar estaba abierta.
Quedaba para los escépticos el observar que, en dos cuestiones, las reacciones de la ribosa de Eschenmosser dependían de manera crítica del mismo Eschenmosser: primero, cuando él ligó dos grupos fosfato a un cierto número de intermediarios de la reacción de la formosa, y en segundo lugar, cuando los retiró.
Lo que daba al experimento de Miller-Urey su poder para excitar la imaginación era la sensación de que, una vez fijado el escenario, Miller y Urey salieron del teatro. Por el contrario, Eschenmosser permanecía en el centro de la escena, aportando directrices y en general demostrándose él mismo indispensable para todo el escenario.
Los acontecimientos de la era de Miller parecían así depender de un gran supuesto, todavía no demostrado, de que la atmósfera primitiva era reductora, al tiempo de que dos triunfos químicos de la época, la citosina y el azúcar, permanecen por el momento más allá del poder de la química prebiótica contemporánea.
De la era de Miller a la auto-replicación del ARN.
Con el gran progreso a través del cual la vida surgió a partir de la materia inorgánica, concluye la era de Miller. Nos encontramos ahora hace 3.8 mil millones de años. Los precursores químicos de la vida han sido formados. En algún lado existe un reservorio de nucleótidos puros. Está a punto de comenzar una nueva era.
La misión histórica encomendada a esta era es doble: formar cadenas de ácidos nucleicos a partir de nucleótidos y descubrir entre ellos los que son capaces de reproducirse a sí mismos. Sin lo primero no hay ARN, y sin lo segundo no hay vida.
En los sistemas vivos, la polimerización o la formación de cadenas proceden por medio de las impagables enzimas. Pero en el lúgubre y poco acogedor mundo prebiótico, no hay enzimas. Y por eso los químicos han asignado su cometido a varios catalizadores inorgánicos. J. P: Ferris y G. Ertem, por ejemplo, afirman que los nucleótidos activados se unen covalentemente cuando están incrustados en la superficie de la montmorilonita, un tipo de arcilla. Este ejemplo, que combina la complejidad técnica con la falta de una conclusión general, puede servir para muchos otros casos.
En cualquier caso, habiendo concluido la polimerización –por el medio que sea– el resultado sería (en palabras de Gerald Joyce y Leslie Orgel) “un ensamblaje aleatorio de secuencias polinucleotídicas”: largas moléculas que surgen a partir de otras pequeñas, como las frondas de la superficie de un estanque. De entre estas frondas, se piensa que la naturaleza descubrió la molécula auto-replicativa. Pero ¿cómo?
La evolución darwiniana es totalmente inútil en este período o era, dado que la evolución darwiniana comienza con la auto-replicación y la auto-replicación es precisamente lo que hay que explicar. Pero si la evolución darwiniana no sirve, entonces tampoco sirve la química. Las frondas comprenden “un ensamblaje aleatorio de secuencias polinucleotídicas” (énfasis añadido), pero ningún principio de la química orgánica sugiere que los encontronazos sin objeto entre ácidos nucleicos conduzcan hasta una cadena capaz de auto-replicación.
Si la química es irrelevante y no puede recurrirse al darwinismo ¿qué mecanismo queda? El mejor amigo de los biólogos evolutivos: la pura y estúpida suerte.
¿Tuvo suerte la naturaleza? Depende de la recompensa y de las probabilidades. La recompensa está clara: una forma ancestral de ARN capaz de auto-replicación. Sin la recompensa, no hay vida y, obviamente, en algún momento, la recompensa fue pagada. La cuestión son las probabilidades.
Por el momento, nadie sabe de manera precisa cómo calcular esas probabilidades, aunque sólo sea porque en el laboratorio, nadie ha llevado a cabo un experimento capaz de producir una ribozima auto-replicativa. Pero la longitud mínima o la “secuencia” que es necesaria para que una ribozima actual lleve a cabo lo que el distinguido geoquímico Gustaf Arrhenius denomina “actividad ligasa demostrada” sí se conoce. Es aproximadamente de 100 nucleótidos.
Con lo cual, tal y como uno esperaría, la cosa puede explotar muy deprisa. Tal y como dice Arrhenius, hay 4100 o aproximadamente 1060 secuencias nucleotídicas que tienen una longitud de 100 nucleótidos. Este es un número alucinantemente alto. Excede el número de átomos contenidos en el universo y también la edad del universo en segundos. Si las probabilidades a favor de la auto-replicación son 1 en 1060, nadie apostaría por ello, sin importar lo atrayente que fuera la recompensa, y tampoco lo habría hecho la naturaleza.
Dice Arrhenius discutiendo este mismo punto, “se busca consuelo de la tiranía de las posibilidades combinatorias de los nucleótidos mediante la intuición de que la estricta especificidad de secuencia puede no ser necesaria a lo largo de todo el dominio
funcional del oligómero, haciendo así que una gran cantidad de elementos sean candidatos a participar en la construcción de una entidad funcional última”. Permítanme traducírselo: ¿Por qué suponer que las secuencias auto-replicantes son aptas para ser consideradas raras solamente porque son largas? Podían haber sido bastante comunes.
Bien podrían haberlo sido. Y sin embargo toda la experiencia se muestra en contra. ¿Por qué deberían ser comunes las moléculas de ARN auto-replicantes hace 3.6 mil millones de años cuando hoy son imposibles de obtener en condiciones de laboratorio? Nadie, a este respecto, ha visto alguna vez una ribozima capaz de forma alguna de acción catalítica que no sea muy específica en su secuencia y diferente de las secuencias relacionadas. Nadie ha visto nunca una ribozima capaz de llevar a cabo una acción química sin la ayuda de un conjunto de enzimas. Nadie ha visto jamás algo semejante.
Las probabilidades, entonces, son desalentadoras, y cuando se consideran de manera realista, son incluso peores de lo que esta alarmante explicación pudiera sugerir. El descubrimiento de una molécula sencilla con el poder de iniciar una replicación difícilmente sería suficiente como para establecer la replicación. ¿Qué molde replicaría? En otras palabras, necesitamos por lo menos dos, haciendo así que las probabilidades de descubrirlas conjuntamente aumenten desde 1 en 1060 a 1 en 10120. Es necesario que estas dos secuencias se encuentren aproximadamente en el mismo sitio. Y en el mismo momento. Y organizadas de tal manera que se favorezca el apareamiento de bases. Y mantenidas en su sitio de algún modo. Y tamponadas en contra de posibles reactivos competidores. Y lo suficientemente productivas como para que sus duplicados no se desvanezcan en el mar insondable.
Al considerar el descubrimiento por azar de dos secuencias de ARN de apenas 40 nucleótidos de longitud, Joyce y Orgel concluyeron que la “biblioteca” requerida necesitaría 1048 secuencias posibles. Dado el peso del ARN, observaron tristemente, el volumen de la muestra correspondiente excedería la masa de la tierra. Y, como se recordará, este es el mismo Leslie Orgel que observaba que “es casi seguro que hubo alguna vez un mundo de ARN”.
Permítasenos añadir dos supuestos más a la lista ya acumulada: sin enzimas, los nucleótidos se organizaron de algún modo en cadenas y, por medios que no podemos duplicar en el laboratorio, una molécula prebiótica descubrió cómo reproducirse a sí misma.
Del ARN auto-replicativo a la química codificante.
Una nueva era está en ciernes, una era que comienza con el ARN auto-replicativo y que termina con el sistema de codificación química característico de la célula moderna. Por célula moderna se entiende la que divide sus funciones mediante la asignación a sus ácidos nucleicos de la gestión de la información y a las proteínas la ejecución de su actividad química. Nos encontramos hace 3.6 mil millones de años.
Con el advenimiento de esta era emergen problemas conceptuales distintos. Puede que ahora veamos a los dioses de la química alejándose en la distancia. La codificación química del sistema celular está determinado por dos objetos combinatorios discretos: los ácidos nucleicos y los aminoácidos. Estos objetos son discretos porque, del mismo modo que no hay frases fraccionarias que contengan tres palabras y media, no hay secuencias nucleotídicas fraccionarias que contengan tres nucleótidos y medio o proteínas que contengan tres aminoácidos y medio. Y son combinatorias, porque tanto los ácidos nucleicos como los aminoácidos son combinados por la célula para formar grandes estructuras.
Pero si la gestión de la información y su administración dentro de la célula moderna está determinada por un sistema combinatorio discreto, el trabajo de la célula es parte de una empresa marcadamente diferente. Pese a la tabla periódica, las reacciones químicas no son combinatorias y no son discretas. El enlace químico, como demostró Linus Pauling en los años 30, se basa plenamente en la mecánica cuántica. Y en el grado en que la química se explica en términos físicos, se rodea no sólo “del modelo por el que la ciencia debe regirse” sino también del sistema de ecuaciones diferenciales que juegan un papel conspicuo en todas las grandes teorías de la física matemática.
El código genético sirve para coordinar las dos grandes entradas de gestión de la información y de la actividad química en la célula y, por consiguiente, para coordinar dos estructuras fundamentalmente diferentes. Para captar la notable naturaleza de los hechos aquí en juego, es necesario hacer hincapié en la palabra código.
Por sí mismo, un código resulta bastante familiar: una cartografía arbitraria o un sistema de equivalencia entre dos objetos combinatorios discretos. El código Morse, por tomar un ejemplo familiar, coordina guiones y puntos con las letras del alfabeto. Percatarse de que el código es arbitrario es percatarse de la distinción entre un código y una conexión puramente física entre dos objetos. Percatarse de que los códigos expresan una cartografía es fijar un código a un lenguaje matemático. Percatarse de que los códigos reflejan una equivalencia de algún tipo es devolver el concepto de código a su uso humano.
Bajo cualquier circunstancia normal, el ligamiento es lo primero y representa un logro humano, algo que surge desde un punto más allá del sistema de codificación. (Otra vez, la coordinación entre punto-punto-punto-raya-raya-raya-punto-punto-punto, con la acuciante señal de SOS es un ejemplo familiar). De la misma manera que ninguna palabra explica su propio significado, ningún código establece su propia naturaleza.
La cuestión conceptual sigue ahora. ¿Pueden explicarse los orígenes de un sistema de codificación química de manera que no se haga ninguna apelación al tipo de hechos que de otra manera invocaríamos para explicar los códigos y lenguajes, los sistemas de comunicación, la impresión de palabras ordinarias en el mundo material?
A este respecto, vale la pena recordar que, como observa Hubert Yockey en Information Theory, Evolution and the Origin of Life (2005), “no hay ni rastro en la física o en la química del control de las reacciones químicas por cualquier tipo de secuencia o por un código entre secuencias”.
En el número de 2001 del diario RNA, el microbiólogo Carl Woese se refería de manera inquietante al “lado oscuro de la biología molecular”. Según Woese, la replicación del ADN es la expresión elegante y extraordinaria de las propiedades estructurales de una simple molécula: se abre, se divide y se cierra. La transcripción hasta ARN sigue a conveniencia: copia y conserva. En cada uno de estos dos casos, la estructura conduce a la función. Pero ¿dónde esta el enlace de coordinación entre la estructura química del ADN y el tercer paso, es decir, la traducción? Cuando llega la traducción, el aparato se torna sobrecargado: resulta increíblemente elaborado, y no refleja la estructura de ninguna molécula.
Estas reflexiones provocaron en Woese una conclusión sombría: si “los ácidos nucleicos no pueden reconocer a los aminoácidos de manera alguna” entonces en la traducción no funcionan “principios físicos fundamentales” (énfasis añadido).
Pero el diagnóstico de desorden de Woese resulta también bastante parcial; los síntomas que considera singulares son en realidad bastante generalizados. Lo que vale para la traducción vale también para la replicación y la transcripción. Los ácidos nucleicos no pueden reconocer directamente a los aminoácidos (y viceversa), pero tampoco pueden ni replicar ni transcribir por sí mismos en forma directa.
Tanto la replicación como la traducción están dirigidas enzimáticamente y sin esas enzimas una molécula de ADN o de ARN no haría nada en absoluto. Contrariamente a lo que Woese imagina, ningún principio físico fundamental trabaja directamente en ningún sitio de la célula moderna.
El problema más difícil y desafiante que lleva aparejado el origen de la vida surge ahora ante nuestros ojos. La mitad del moderno sistema químico codificante –el código genético y las secuencias que transmite- es, desde una perspectiva química, arbitraria. La otra mitad del moderno sistema químico codificante –la actividad de las proteínas- es, desde una perspectiva química, necesaria. En la vida, ambas mitades se hallan coordinadas. El problema continúa: ¿cómo llegó esto –el sistema entero- hasta aquí?
La opinión más extendida entre los biólogos moleculares es que las preguntas relativas a los sistemas biológico-moleculares sólo pueden responderse mediante experimentos biológico-moleculares. El distinguido biólogo molecular Horoaki Suga ha demostrado recientemente la fuerza y las limitaciones del método experimental cuando se ve confrontado por difíciles cuestiones conceptuales como la que acabo de plantear.
El objetivo del experimento de Suga era demostrar que un conjunto de catalizadores de ARN (o ribozimas) bien podría haber desempeñado el papel que hoy juega en la célula moderna la familia de proteínas de las aminoacil sintetasas.
Según Suga, hasta su trabajo, no había habido ninguna demostración convincente de que una ribozima fuera capaz de realizar la doble función de una sintetasa –es decir, reconocer tanto una forma de ARN transferente como un aminoácido. Pero en el laboratorio de Suga, precisamente esta molécula realizó su aparición ahora tan aplaudida. Con un aminoácido unido a su cola, la ribozima consiguió escindirse a sí misma y, como una serpiente, unir su carga aminoacídica a su cabeza. Lo que es más: pudo realizar este ejercicio al revés, llevando de nuevo el aminoácido desde su cabeza a la cola. Las reacciones químicas implicaban acilación: precisamente las reacciones que llevan a cabo las sintetasas dentro de la célula moderna.
El experimento de Horoaki Suga era interesante e ingenioso, provocando una reacción que quizás se vea mejor expresada en “bueno, ¡mirad eso!”. Ha cambiado los términos del debate al poner sobre la mesa algunos hechos nuevos. Y sin embargo, como sucede a menudo en la química experimental prebiótica, de ningún modo queda claro qué interpretación van a sostener los hechos.
¿Establecen realmente los resultados de Suga la existencia de una forma primitiva de química codificada? Aunque no se esperaba en el contexto, la coordinación conseguida por él, entre el aminoácido y una forma de ARN transferente no estaba en principio puesto en tela de juicio. La cuestión es si lo que se consiguió al establecer una conexión química entre estas dos moléculas no era otra cosa que establecer la existencia de un código. Si es así, entonces la química orgánica misma podría ser descrita de manera adecuada como el estudio de códigos, borrando por lo tanto el significado de un código como cartografía arbitraria entre objetos combinatorios discretos.
Al resumir los resultados de su investigación, Suga se percata de manera retórica de la ausencia de conclusión de sus resultados. “Nuestra demostración indica”, escribe él, “que el precursor catalítico del ARNt podía haber proporcionado el fundamento de un sistema de código genético”. Pero si la asociación que nos ocupa no es un código, ni siquiera uno primitivo, no sería una “fundación” de un código más de lo que un ladrillo es la fundación de un edificio. Y si es la fundación de un código, entonces lo que se ha conseguido, se ha logrado mediante un agente equivocado.
En el experimento de Suga, no había señal de que la ejecución de las rutinas químicas estuviera bajo control de una administración molecular, y tampoco había signo de que la ausente administración molecular tuviera nada que ver con las rutinas químicas ejecutivas. De hecho, la administración molecular que falta era el mismo Suga, tal y como revela su propio relato. Según él, las características relevantes del experimento, “nos permitieron seleccionar moléculas activas de ARN selectivas para un aminoácido deseado” (énfasis añadido). Por consiguiente, Suga y sus colaboradores fueron quienes “aplicaron condiciones restrictivas” al experimento, realizando una “amplificación selectiva de las moléculas de ARN automodificadas” y “tamizaron” a conciencia en busca de “actividad de auto-aminoacilación” (énfasis añadido en todo el texto).
Por lo menos, la aparición de un sistema de codificación química satisfizo los imperativos más urgentes: era necesario y se encontró. Era necesario porque una vez que un sistema de reacciones químicas alcanza un cierto umbral de complejidad, nada menos que un sistema de codificación química puede llegar a dominar el caos consiguiente. Y se encontró porque, después de todo, estamos aquí.
Son precisamente estas circunstancias las que han persuadido a los biólogos moleculares de que la explicación de la emergencia de un sistema de codificación química tiene que descansar, finalmente, en la teoría de la evolución de Darwin. Tal y como ha observado un crítico sobre los experimentos de Suga, “si cierto resultado puede alcanzarse mediante la dirección de laboratorio de un Suga, seguramente también puede alcanzarse por azar en el vasto universo”.
Una ribozima auto-replicativa satisface la primera condición que requiere la evolución darwiniana para adelantarse a la compra. Es por definición capaz de auto-replicarse. Y también satisface la segunda condición, ya que, por medio de errores en la replicación, introduce la posibilidad de variación en el mundo biológico. Bajo el supuesto de que los cambios subsiguientes en el sistema se ajustan a una ley de incremento de la utilidad marginal, puede preverse la aparición final de un sistema de codificación química, un sistema que puede ser explicado en términos “del modelo por el que la ciencia debe regirse”.
Fuera de consideraciones de este tipo, no hay duda de que al afrontar lo que él llamaba “el lado oscuro de la biología molecular”, a Carl Woese le preocupaba tratar de convencer a la comunidad biológica de los beneficios de “una perspectiva darwiniana general”. Pero la dificultad de “una perspectiva darwiniana general” es que supone un impedimento darwiniano general: la asignación al proceso darwiniano de un grado de previsión que posiblemente el proceso no posea.
La hipótesis de un mundo de ARN juega con la idea de que un sistema moderno dividido echa sus raíces en alguna forma de simetría molecular que fue quebrada por las contingencias de la vida. En algún momento de la transición al moderno sistema, una forma ancestral de ARN debe de haber conferido alguna de sus propiedades catalíticas a una familia de proteínas emergente. Esto debe de haber tenido lugar en algún momento de la historia; no es un artefacto de la imaginación. De manera similar, en algún momento de la transición a un sistema moderno, una forma ancestral de ARN debió de adquirir la capacidad de codificar la potencia catalítica que estaba desechando. Y también esto debió de tener lugar en algún momento de la historia.
Lógicamente, la cuestión es cuál de los dos pasos sucedió antes. Sin que la vida adquiriera un cierto grado de previsión, ningún paso puede darse de manera plausible, por medio de ninguna secuencia de ventajas selectivas. ¿Cómo pudo una forma ancestral de ARN adquirir la capacidad de codificar varios aminoácidos antes de que el código fuera útil? Y sin embargo, tal y como preguntan los biólogos moleculares Paul Schimmel y Shana O. Kelley ¿porqué una ribozima debería de acelerar su propia atrofia?
¿Podrían haberse dado estos dos pasos simultáneamente? Si fuera así, habría muy poca diferencia entre la explicación darwinista y la admisión sincera de que se ha producido un milagro. Si no hay milagros, volvemos al sitio del cual empezamos, de manera que el asunto del huevo y la gallina, que aparecía cuando la vida era rastreada hacia el pasado, aparece de nuevo cuando la vida es rastreada hacia el futuro.
No es por tanto, nada sorprendente que los textos que contienen la “perspectiva darwiniana general” de Woese estén dominados por referencias a un cierto número de fuerzas potentes y misteriosas sin identificar y por oscuras circunstancias condicionantes. Incluyo algunas citas sin mencionar su procedencia porque dichas citas son casi genéricas (énfasis añadido en todo el texto):
- La aminoacilación del ARN debió de haber conferido inicialmente alguna ventaja selectiva.
- Los productos de esta reacción deben de haber conferido alguna ventaja selectiva.
- Sin embargo, el desarrollo de un mecanismo rudimentario para el control de la diversidad de posibles péptidos habría sido ventajoso.
- El refinamiento progresivo de este mecanismo habría conferido una mayor ventaja selectiva.
Y así sucesivamente. Terminará, imaginamos, con la reducción al imperativo omnisciente de la teoría darwiniana, que es sencillamente que lo que fue debe de haber sido.
Y ahora el presente.
Al final de un largo ensayo es costumbre resumir lo que se ha dicho. En el presente caso, sospecho que sería más prudente recordar lo mucho que hemos supuesto: primero, que la atmósfera prebiótica era químicamente reductora; segundo, que la naturaleza encontró un modo de sintetizar citosina; tercero, que la naturaleza también encontró una manera de sintetizar ribosa; cuarto, que la naturaleza encontró los medios de ensamblar los nucleótidos para formar polinucleótidos; quinto, que la naturaleza descubrió una molécula auto-replicativa; y sexto, que una vez hecho todo esto, la naturaleza transformó una molécula auto-replicativa en todo un sistema químico codificante.
Estas suposiciones no solamente son engorrosas, sino que lo serán más hasta convertirse en un serio impedimento para el pensamiento. Ciertamente, esto puede ser la razón por la que algunos biólogos han mostrado últimamente un debilitamiento en su compromiso con el mundo de ARN y han querido buscar en algún otro sitio la explicación de la emergencia de la vida en la tierra. En una entrevista en New Scientist, el biofísico Harold Morowitz dice “es parte de una silenciosa revolución en el paradigma que está sucediendo en la biología, en la cual la aleatoriedad radical del darwinismo está siendo sustituida por una emergencia de la vida mucho más regulada por leyes científicas”.
Morowitz no es un hombre que se quede esperando a que los detalles se acumulen antes de reorganizar la nueva visión de la moderna biología. En una serie de artículos, ha aducido una visión global basada en la bioquímica de los sistemas vivos, antes que en la biología molecular o en las adaptaciones darwinistas. Su concepción trata a los sistemas vivientes como si fueran más fundamentales que sus componentes particulares, que pretenden representar las “características universales y deterministas de cualquier sistema de interacciones químicas basado en un planeta como el nuestro, cubierto por las aguas pero también rocoso”.
Esta visión de las cosas –primero el metabolismo, tal y como se le ha denomina a menudo- resulta no sólo intrigante por sí misma sino que se ve reforzada por un compromiso firme con la química y con “el modelo por el que la ciencia debe regirse”. Ha sido discutido con gran vigor por Morowitz y otros. Representa una alternativa al mundo de ARN. Es una obra que progresa y puede que esté bien. Sin embargo, sufre de un importante defecto. Todavía no hay evidencia de que esté bien.
Ya han pasado más de 175 años desde que Friedrich Wöhler anunciara la síntesis de urea. Sería un enorme disparate dudar de que nuestra comprensión de los orígenes de la vida ha mejorado de manera inconmensurable. Pero es totalmente otra cuestión decir si ha mejorado de manera inconmensurable en el sentido de que confirme enérgicamente la osada idea de que los sistemas vivos son químicos en su origen y por lo tanto físicos en su naturaleza.
En On the Origins of the Mind intenté mostrar lo mucho que puede aprenderse estudiando la cuestión desde una perspectiva computacional. De manera análoga, al contemplar los orígenes de la vida, se puede aprender mucho –de hecho, más- estudiando el tema desde la perspectiva de la química codificante. Sin embargo, en los dos casos, lo que parece estar más allá “del modelo por el que la ciencia debe regirse” es cualquier éxito que esté más allá del aquí y ahora (3). Todas las cuestiones acerca del origen global de estos extraños y sorprendentes sistemas parecen demandar respuestas que el modelo mismo, por su naturaleza, no puede dar.
No debe dejar de señalarse que esto es sólo un juicio tentativo, quizás solo una corazonada. Pero supongamos que las cuestiones sobre el origen de la mente y los orígenes de la vida caen realmente más allá de la comprensión del “modelo por el que la ciencia debe regirse”. En ese caso, debemos contentarnos con sus limitaciones o revisar el modelo. Si una revisión cae igualmente más allá de nuestros poderes, entonces, bien podemos decir que la mente y la vida han aparecido en el universo por alguna razón que no podemos discernir.
Peores cosas han pasado. Al final, estos asuntos sólo pueden ser resueltos del mismo modo en que se resuelven tales cuestiones. Hay que esperar y ver.
1Tomé prestada esta frase de los matemáticos J.H. Hubbard y B.H. West, en On the Origins of the Mind, (Commentary, Noviembre 2004). La idea de que la ciencia debe ajustarse a un cierto modelo resulta familiar. Hubbard y West identifican ese modelo con las ecuaciones diferenciales, los instrumentos canónicos de la física y la química.
2 En inglés “struts”, literalmente “puntales” (N. del T.).
3 Lo que Berlinski intenta decir es que la comprensión de los procesos mecánicos -es decir, las perspectivas computacional y química- no responde a algunas de las cuestiones más fundamentales acerca de la vida. El “aquí y ahora” se refiere a los procesos naturales, más allá de los cuales nada resulta revelado. Así las cosas, el éxito de nuestro conocimiento solo puede alcanzar al “aquí y ahora” o, dicho con otras palabras, las propiedades y procesos de la materia, pero no más allá. La frase posterior –“Todas las cuestiones acerca del origen global de estos extraños y sorprendentes sistemas parecen demandar respuestas que el modelo mismo, por su naturaleza, no puede dar.”- resulta bastante clarificadora a este respecto. (N. Del T.)
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