lunes, 1 de junio de 2009

Evolución y transformismo


Por el Dr. Enrique Díaz Araujo

Tomado de Evolución y Evolucionismo
Ediciones Oikos, 1982



a sucesión geológica de los seres constituye, en verdad, una evolución, ya que los cuerpos del mismo tipo, y, en consecuencia, relacionables al menos ideal­mente, se manifiestan sucesivamente bajo formas dife­rentes. Pero esta evolución es totalmente distinta del transformismo, porque el punto de partida de sus diver­sas fases no se encuentra en las formas vivientes, las cuales se presentan aisladas desde su aparición y ter­minales, sino en gérmenes teóricamente ligados a las ramas precedentes cuyo desarrollo no es simultáneo al de ellas, sino que espera su hora y sigue luego caminos diferentes... Hay una evolución indudable, sucesivos cambios jalonando la historia del mundo, como los que jalonan la formación de un individuo, pero esta evolu­ción no es el resultado de un transformismo mecanicista sino la realización de ideas creadoras, realización lle­vada a cabo con el concurso de una infinidad de factores diversos, entre los cuales aquellos del transformismo mecanicista no tienen sino una ínfima parte. El transfor­mismo, en cuanto teoría mecanicista, es absolutamente incapaz de explicar la formación del mundo viviente. Puede sólo explicar las diversificaciones secundarias de los tipos formales, pero no el origen de estos últimos, ni, lo que es más, el origen de los tipos de organización. El término «creación», descartado del lenguaje biológico, debe recuperar su lugar, al menos para marcar el hecho indudable de que el mundo nos es dado como un conjun­to coordinado y, en consecuencia, querido, en cualquier estadio y en cualquier parte que se considere. El término «transformismo» debe ser abandonado porque designa una teoría cuya impotencia para dar lo que se le pide es manifiesta" (1).

Estas consideraciones, que colocamos a modo de in­troducción, pertenecen al gran biólogo francés Louís Vialleton. Con ellas el famoso sabio de Montpellier —antes de los aportes de la genética macromolecular, del cálculo de probabilidades y de diversos descubri­mientos arqueológicos y paleontológicos contemporá­neos que contradicen.al evolucionismo— enfrentaba los dos extremos de la cuestión biológica: evolución y trans­formismo. Pero además el insigne académico —en épo­cas de auge evolucionista— convocaba a la restauración de la noción de creación y reasumía el fecundo concepto agustiniano de las razones seminales. Por todo ello estimamos como justo homenaje a su inmensa labor esclarecedora poner sus ideas por delante en esta exposición.

Precisamente lo que Vialleton redescubría en 1929 permitiría a la ciencia actual desenmarañar la equívoca madeja de confusiones lingüísticas y conceptuales en que se sumió el mundo cultural occidental desde 1863, digamos, para poner una fecha; es decir, desde que Thomas Henry Huxley procedió a publicar su artículo sobre la voz "evolution" en la Encyclopedia Británica.

Sabido es que desde aquella oportunidad, al menos, la palabra "evolución" en el orbe anglosajón pasó a ser sinónimo del "transformismo" francés y de la "teoría de la descen­dencia" germana. De ahí, también, que "evolucionis­mo" y "transformismo" sean tomados como equivalen­tes, y desde luego que lo son, en cuanto a la palabra base le añadamos el sufijo, de neto cuño ideológico. Pero —y éste es el asunto— "evolución" significaba otra cosa antes de aquel momento, y bien puede pasar a serlo a partir del estudio de Vialleton.

Vamos por partes para examinar la cuestión.

El asunto más trascendente del parágrafo citado es aquel por el cual se oponen creación y mecanicismo. Y con él nos remontamos a la disputa que mantiene Aristó­teles —un Aristóteles sin contaminaciones idealistas platónicas— con las ideas materialistas de Empédocles de Agrimento. La polémica entre el hilemorfismo y el hilozoísmo acerca de si la materia posee o no una capaci­dad ínsita para engendrar la vida, y de si la forma se reduce a la materia. Aristóteles sostuvo que la materia carece de capacidad generadora; que el sustrato material se especifica por su forma sustancial; que si la materia puede recibir diversas formas sustanciales es porque está en potencia respecto de ellas, que son su acto, y que la sustancia existente en la naturaleza se produce por la unión de esos dos principios del ser, que, por sí, no son capaces de existir en los entes vivientes. Que esto es muy claro en el hombre, ya que un cuerpo muerto no es un organismo, sino una corrupción, porque le falta el alma que lo informa. Por lo tanto, la sola materia no puede engendrar descendencias en el orden específico. "No reparó —dice— Empédocles en que el germen que da lugar al animal debe desde el comienzo poseer el carácter específico, y que el agente productor es preexis­tente: es cronológicamente anterior, así como lógica­mente anterior; en otras palabras, el hombre es generado por el hombre, y por eso el proceso de formación del niño es lo que es porque su progenitor fue un hombre" (2).

Seres vivos con sustrato material y no materia viva fue pues la gran respuesta clásica al materialismo. A continuación debería colocarse la cuestión existencial, dinámica, de los seres. También aquí, como es sabido, Aristóteles procede a distinguir la esencia de sus accidentes, lau­dando entre el monismo del ser de Parménides y el monismo del devenir de Heráclito.

Permanencia y cam­bio, conservación y evolución que, trasladados al campo de lo biológico, podríamos relacionar con la fijeza y con la variabilidad de las especies vivas. No hay tal movimiento continuo ni autogenerado, ya que él siempre depende de un primer motor inmóvil del universo. Sí hay cambio evolutivo en los seres, cambio que se advier­te precisamente por la permanencia del sujeto del cam­bio; cambio que, a su vez, requiere una causalidad pro­porcionada, y con ello nos debemos plantear los temas de la causa eficiente, de la causa formal y de la causa final. Escuetamente, como cuadra a este introito, diga­mos que queda asentado que lo superior no puede pro­venir de lo inferior, ni lo más de lo menos, es decir, que ningún agente puede producir un efecto que exceda a su capacidad ontológica. Asimismo, todo proceso causal es respetuoso de las formas y de los órdenes naturales a sus respectivos fines.

En consecuencia, ya para Aristóteles ni la materia es razón de generación ni el movimiento es excluyente o explicativo de sí mismo. O, lo que es lo mismo: el materialismo mecanicista que concebía al cos­mos como un gigantesco reloj material autopropulsado era un enorme error lógico y ontológico. La concluyente crítica aristotélica prácticamente lo eliminó (a salvo cier­tos desvarios de Lucrecio y de Epicuro) del orden del día de nuestra civilización.

Lo que sí vio Aristóteles —y con él su discípulo Teofrasto— fue la disposición gradual con una cierta conti­nuidad estructural en el plan de los seres vivos, lo que denominó "la gran cadena de los seres" o "Scala naturae". Esto no en "sentido filogenético, evolutivo, sino en el sentido puramente formal en que se basa la idea de la «Scala naturae» o «gran cadena de seres», como se llama­rá más adelante esta ordenación lineal de los distintos grupos de organismos" (3). Eso en cuanto a la filogenia, de orden espacial, no temporal; en lo referente a la ontoge­nia, sí Aristóteles planteó el tópico evolutivo preciso. Esto apunta al tema de la embriología moderna, es decir, al desarrollo del viviente desde la fecundación del hue­vo hasta alcanzar su forma específica. Y Aristóteles pos­tuló una explicación, denominada epigénesis, con la que sostenía que en la célula original hay una fuerza oculta, un poder latente, distinto de las partes del organismo celular, que, con el tiempo, se desenvuelve. Este "vita­lismo" aristotélico, comprobado por las modernas obser­vaciones microscópicas, es el que nos lleva a la cuestión de la "evolución" en su acepción clásica.

En una magnífica tesis doctoral, Federico Mihura Seeber ha rastreado el origen latino del vocablo que nos ocupa. Indica que él se relaciona con "evolutio", "envol­vere" y "evolutus", y, en consecuencia, con "volvere", dar vuelta, al volumen, a la voluta y al contenido de una imagen circular. Con el añadido del prefijo, "e-volutio" y "e-volvere", señalan el des-envolver, la explicitación de aquellos contenidos. El despliegue de lo antes plega­do es la acepción semántica primigenia. Idea que con­cuerda con la de "proceso" o principio interno oculto que se torna manifiesto. También existe una acepción posterior que le agrega la noción de "transformación", lenta y progresiva, con o sin dirección, que consigue o no una diferenciación. Además está la acepción moderna, de derivación de las especies, pero ésta la postergamos por el momento.

Volvamos a envolver el asunto, esto es retomemos la cuestión de la ontogénesis por epigénesis. Allí, en el desarrollo del hombre-niño, ve Aristóteles la evolución posible, el despliegue de lo antes plegado, por un poder independiente a sus materiales orgánicos iniciales que produce la posterior complicación morfológica. Pero un cambio o proceso o desarrollo que, por definición, no es una creación o, tan siquiera, una transformación creativa. Creación es sólo el Acto del Creador. Se descarta, por tanto, el azar o el materialismo atomista, como el propi­ciado por Demócrito, a quien Aristóteles se ocupó espe­cialmente de refutar. En este punto es donde entronca la aclaración escolástica medieval. Para Santo Tomás de Aquino el Acto Creador comprende también las diferen­cias específicas, no solamente la autoría de las materias, afirmando el origen absoluto, no causado por ningún agente segundo, de todos los entes del cosmos.

En parti­cular en lo referente al hombre el Doctor Angélico es concluyente. "La primera producción del cuerpo huma­no —dice— no pudo proceder de una virtud creada, sino inmediatamente de Dios. Dado que nunca había sido producido un cuerpo humano por cuya virtud pudiera ser formado por vía de generación otro ser específicamente semejante, fue preciso que el primer cuerpo hu­mano fuera formado inmediatamente por Dios... Dios realiza en la criatura corpórea obras que no pueden pro­ducir los ángeles, como es la de resucitar a los muertos y la de dar vista a los ciegos. Con esta misma virtud formó también al cuerpo del primer hombre" (Suma Teológi­ca, I,q.91 a 2).

Más aún: a la luz de su concepción de la unidad sustancial del cuerpo y del alma, el hombre no puede ser escindido para buscarle un origen corporal infrahumano, sino que hay que dar con la causa propor­cionada y superior que no exceda la virtualidad del agente generante, y esa causa sólo es la Primera, esto es, Dios (Suma contra Gentiles, c.39 al 45, del I.II). Por eso su terminante aserción: "Algunos sostuvieron que el cuerpo humano habría sido formado en un tiempo ante­rior y una vez formado le habría infundido Dios el alma. Pero no dice bien con la perfección de la primera pro­ducción de las cosas el que Dios hubiera formado el cuerpo sin el alma o ésta sin el cuerpo, puesto que ambos forman parte de la naturaleza humana" (Suma Teológica, I,q.91 a 4).

De ahí que sea muy correcto el comentario con que lo glosa Charles Boyer al puntualizar que nin­gún agente puede producir un efecto superior a su vir­tud, pues lo superior no puede provenir de lo inferior (Omme agens agit sumile sibi), que el agente sólo causa a su semejante y que repugna metafísicamente que el efecto sea superior a su causa. "Además, el cuerpo del hombre debe ser proporcionado a su causa, es la materia de la cual el alma es la forma, la potencia de la cual el
alma es el acto. Tal forma, tal materia; tal el acto, tal la potencia. Una forma superior requiere una materia supe­rior. Los animales pueden engendrar animales sin que el efecto sobrepase a la causa... Pero la proporción falta si se exige que un cuerpo de animal dé origen a un cuerpo humano... nadie comunica lo que no tiene. Hay que hacer notar que no se trata de adornar un cuerpo con una perfección accidental, como se podría obtener por accio­nes diferentes de la generación. Se puede hacer resplan­decer la belleza de un mármol bruto; se puede también retocar una estatua defectuosa; pero en nuestro caso se trata de una perfección esencial, específica, que debe ser proporcionada a una forma sustancial espiritual, de una modificación que alcanza a la sustancia del ser y que debe ser causada por una sustancia que esté en el mismo grado del ser (4).

Esta es, pues, una conclusión filosófica eterna, planteada en sus propios dominios, contra la cual ninguna teoría científica (o seudocientífica) puede ir. Por eso Mihura Seeber, al examinar la epistemología de modernas doctrinas científicas que invaden habitualmente el terreno filosófico, subraya que "más allá del reconocimiento de una dependencia genérica de lo crea­do respecto del Acto Creador, la doctrina tradicional obliga a admitir el origen absoluto —no causado por «agente segundo alguno»— de las diferencias entitativas que manifiesta el cosmos. Con ello queda seriamente comprometida la hipótesis de una creación «evolutiva» en la que se atribuyera a la Causa Primera solamente la autoría de una materia con virtud diversificadora". Y añade a renglón seguido: "No contradice al «creacionis­mo» la hipótesis de una creación escalonada, en la cual la aparición de los seres «inferiores» precediera a la de los «superiores» creando las condiciones para su exis­tencia. Pero, obviamente, decir «condición» no es decir «causa». El orden de lo inferior a lo superior se da, por lo pronto, en el estado presente del cosmos (en cualquiera de sus estados presentes); nadie pretendería que la vida de los vegetales, por crear las condiciones para la vida animal, fuera su causa. Que se haya dado, además, una sucesión de órdenes hasta alcanzar la configuración ac­tual del biocosmos es verosímil. Pero se trataría necesa­riamente de una sucesión discontinua de órdenes distin­tos. Lo que en ningún caso es admisible es la afirmación de que una línea de descendencia vegetal o animal, por su dinámica propia, haya podido trascender el orden biológico —sistemático, ecológico o embriológico— del cual dependía en su ser y en su operar, para inaugurar uno nuevo".

Bien, sin embargo es sabido además que, excluyendo al hombre y a las especies superiores, Santo Tomás ad­mitía la posibilidad de la aparición de variedades o espe­cies nuevas en entes inferiores (como las moscas y los gusanos en la putrefacción). En ello, claro está, incidía un error de información científica propio de la época, que exigía además el concurso de fuerzas cósmicas ("las estrellas"). Computando lo erróneo del caso, no obstan­te, nos parece oportuno transcribirlo cuando él dice que "nada hace Dios en su creatura que no haya dispuesto en el principio, aunque de modo diverso. Algunos fueron hechos en aquellos seis días como principios activos y materiales, y según cierta semejanza específica... Otros fueron constituidos como principios activos y materia­les, aunque no según la semenjanza específica... Otros, a partir de principios dispositivos no activos, según la semejanza específica, y otros son los animales raciona­les" (II Sent. dist. 15, q.3 a 1 ad 8). Estaríamos, en el tercero de los casos, frente a una generación, obrada por Dios, de especies puestas en potencia.

Esta noción en­tendemos que se remonta a la idea agustiniana de los seres "primordiales". Los estoicos ya habían hablado del logoi spermetikoi y San Agustín lo denominó las mito­nes seminales, para aludir a un sector de lo creado bajo formas latentes o invisibles, que luego se desarrollan, desenvuelven o evolucionan. "Dios —dice— al princi­pio de los siglos creó todas las cosas a un tiempo, pero algunas en su naturaleza, y otras como contenidas en las causas" (De Gen. ad litt., VII, 28,42). Agregando: "Hay en las cosas corpóreas... ciertas razones seminales ocul­tas que, a su tiempo y dadas las circunstancias causales, afloran y se manifiestan como especies definidas... Pero sólo Dios es creador, que infunde en las cosas estas causas y razones seminales" (De diversis quaest, 83 q. 24).

Creación, pues, siempre creación. Acto del Creador, pero en unos casos inmediata y en otros mediata o latente (la que se suponía erróneamente provenir de la putrefac­ción). Y con esta noción Santo Tomás propone otra que también resulta muy valiosa y matizada para la cabal comprensión de la scala naturae: la de una cierta conti­nuidad científica, no ontológica. Es decir, que en la graduación de los seres lo superior de lo inferior toca lo inferior de lo superior, o, lo que es lo mismo, que "lo más de lo menos alcanza lo menos de lo más (Supremum infimi at tingit infimum supremi). Con todo este cúmulo de apreciaciones podemos ya percibir que la concepción clásica es mucho más sutil que el "fixismo" que grosera­mente se le atribuye. Hay permanencia de las especies y discontinuidad ontológica entre ellas; pero podría caber una aparición tardía, por desarrollo, de algunas de ellas, y entonces habría un aumento progresivo en la riqueza de las formas. Existe una discontinuidad de los órdenes vitales, pero su disposición dinámica podría verse como escalonada, donde los seres inferiores tienen puntos de contacto con los que los superan en el orden estructural. En la ontogenia, en fin, se dan procesos de diferencia­ción. Todo ello supeditado a la virtud creadora de Dios. Tal el cuadro completo de la visión clásica, que nos permite entender en su cabal sentido la doctrina tradi­cional sobre la "evolución" y que, como veremos a conti­nuación, difiere sustancialmente de su acepción transformista moderna.

El problema de la modernidad es el de su antropocentrismo que, en muchos casos, llega a ser un genuino antropoteísmo. Frente a un mundo clásico teocéntrico se instala al hombre como medida de todas las cosas, tal como lo ambicionara el sofista Protágoras, o, para expre­sarlo con Diderot, que "el hombre es el término único al cual hay que reducirlo todo". El orbe clásico cristianiza­do afirmaba que el hombre conoce a su Creador razonan­do sobre las evidencias que le proporciona la naturaleza. Dice San Pablo que "Dios se lo ha manifestado. Ya que los atributos invisibles de Dios, su eterna potencia y divinidad, se han hecho visibles por el conocimiento que de ellos nos dan las cosas creadas" (Rom. 1,20). El más conspicuo de los transformistas contemporáneos, sir Julián Huxley, en cambio, nos dirá que "en el tipo de pensamiento sobre la evolución no hay lugar para seres sobrenaturales (espirituales) capaces de afectar el curso de los acontecimientos humanos... La tierra no ha sido creada. Se ha formado por evolución"(6). Y más detallada­mente nos asevera que "la evolución es la creencia en la que el hombre modela su destino. Es una filosofía humanista constructiva, una religión no teísta, una forma de vida... yo usé la palabra «humanístico» para significar a alguien que cree que el hombre es un fenómeno natural, así como un animal o una planta, que su cuerpo, su mente y su alma no fueron creados sobrenaturalmente, sino que son un producto de la evolución, y que no está bajo el control o guía de ningún ser o seres sobrenatura­les" (7).

No teísta, es decir, atea, es la idea que preside esta formulación. Cierto es que algunos transformistas inicia­les —siguiendo a Thomas Henry Huxley— se declararon "agnósticos". Dios, en el decir de Herbert Spencer, era el Absoluto Incognoscible, sin negar ni afirmar su exis­tencia, como quien indica que "hay un perro detrás de esa puerta, pero ignoro lo que es un perro". Pero tal actitud no pasaba de ser una cobertura frente al difuso deísmo de su época. Hoy, su descendiente directo, pue­de, sin cortapisas de ningún género, ratificarnos que "no soy meramente agnóstico respecto al tema... por lo tanto, no creo en un Dios personal, sea cual fuere el uso co­rriente de esa frase", y este sinceramiento le da "la sensación de alivio espiritual que deriva de rechazar la idea de Dios como un ser sobrenatural (que) es enorme". "Ha llegado —añade— el momento de destronar a los dioses de sus posiciones dominantes y de nuestra inter­pretación del destino en favor de un sistema de creencias naturalista... Pronto será tan imposible para el hombre y la mujer educados creer en Dios, como lo es ahora creer que la Tierra es plana"(8). Tal, pues, el humanismo evo­lutivo, religión invertida y naturalista.

Para alcanzar esa noción había que cortar el cono­cimiento de las evidencias naturales que nos religaban con el Creador.

Esa fue la operación que planteó el criticismo cartesiano, al colocar bajo duda metódica la natural cognoscibilidad humana. Y fue el mismo Rene Descartes quien —al conce­bir la idea de una matemática universal aplicable a todos los entes— (en su tratado Del hombre 1664), completó la operación destructora al predicar el mecanicismo generali­zado. De ahí en más todas las cosas podían determinarse por sus causas, que no eran otras que la materia y el movi­miento. El universo era, entonces, una gran máquina, un reloj absolutamente determinado y, como tal, íntegramente accesible al conocimiento racional-matemático. Raciona­lismo, determinismo y mecanicismo aparecen cronológica y lógicamente antes que el transformismo. Como también le es anterior el materialismo. Al desaprender el hombre moderno todas las nociones culturales pacientemente ela­boradas por la antigüedad clásica, recaló, necesariamente, en la restricción materialista de Demócrito, Anaxágoras y Empédocles, ya refutadas por Aristóteles. Con el iluminismo francés del siglo XVIII se reflota al materialismo.

Helvétius, remitiéndose a Epicuro, afirmará: "El hombre es una máquina que, puesta en movimiento por la sen­sibilidad, debe hacer todo cuanto ella ejecuta". D'Holbach agregará que el hombre "no es más que un ser puramen­te físico, es la obra de la naturaleza; existe en la natu­raleza y está sometido a sus leyes, de las cuales no puede emanciparse ni salir, ni siquiera por el pensamiento"(9). Diderot, a su vez, sostendrá que "todo cambia, todo pasa. Sólo el todo dura... éste es el movimiento eterno del mundo"(10). O, cuando menos, el movimiento del eterno retorno de la incultura hacia los puntos superados de partida, en este caso hacia los "pantarei" de Heráclito de Efeso, del siglo VI antes de Cristo, donde todo corre y todo fluye en el río en que no nos bañamos dos veces en las mismas aguas, y aunque nos quedemos sin saber por qué apelamos al "nos" esencial y denominamos "río" a algo que está en continuo cambio. Dialéctica materialis­ta que encontrará su grosera traducción al campo biológi­co con La Mettrie.

Este, en sus Histoire naturelle de l´ame y el Homme machine (1748), propondrá la siguien­te cuestión: "¿Qué era el hombre antes del descubri­miento del lenguaje? Un animal entre animales, guiado por los instintos". Con ello, como lo apunta Nordenskiold, se constituyó en "el primero en enunciar un juicio puramente científico-natural de la vida y, al hacerlo, llegó a ser el precursor de muchas empresas similares de nuestra época" (11). No ha habido que esperar, pues, a la lingüística estructuralista, al conductismo pavloviano y behaviorista, o al humanismo evolutivo de sir Julián Huxley para encontrar argumentos materialistas esgri­midos en contra de la Creación.

Si Descartes era un cristiano que ingenuamente cola­boraba para la destrucción de los soportes naturales de su fe, algo similar aconteció con Jean-Baptiste Monet de Lamarck. Este ensayista francés, con su famosa Filosofía zoológica (1809), se constituyó en el padre del transfor­mismo. Postulando que el uso y desuso de los órganos y la transmisión hereditaria de los caracteres adquiridos eran las causas de una transformación generalizada de las especies, patentó la idea modernista del biocosmos. Su noción central es la de la existencia de un único plan estructural zoológico derivativo, esto es, el monofiletismo de una filogénesis, que incluye y concluye con el hombre y que se supone de una absoluta continuidad temporal. No es la scala naturae espacial sino la filoge­nia temporal. Lo notable del caso es que Lamarck, a diferencia de sus contemporáneos materialistas y ateos, que otorgaban sin demostrarlo una total aseidad a la naturaleza, para reemplazar con ella al Dios que quería destronar, se negó a suscribir esas consecuencias finales de sus premisas. Y así indicó que la naturaleza "no es una inteligencia, ya que no es siquiera un ser, sino un orden de cosas... producto sublime de la voluntad todopodero­sa de Dios". Añadiendo: "Se ha pensado que la naturale­za era Dios mismo... ¡Cosa extraña! Se ha confundido al reloj con el relojero, a la obra con su autor... sólo Dios puede, pues, crear, en tanto que la naturaleza no puede más que producir"(12).

Otro tanto acontecerá con su discí­pulo Etienne Geoffroy de Saint-Hilaire, quien ni siquie­ra se animó a postular la mutabilidad de las especies, sino tan sólo su variabilidad, admitiendo un límite al estudio del orden fenoménico. "Alcanzado este límite, sólo queda el hombre religioso para compartir el entu­siasmo del santo profeta y exclamar con él: «Coeli enarrant gloriam Dei... Laudemus Dominum»"(13). Lo que sucede es que ambos, maestro y discípulo, pensaban que el monofiletismo contribuía a demostrar la existencia de Dios. "La unidad del plan en los seres creados atestigua ante todo la unidad de su causa", decía Saint-Hilaire, y la "Causa de las causas es Dios"(14). Si los naturalistas, en la apreciación de Lamarck, confundían al reloj con el relo­jero, ellos dos confundían al monogenismo de una pri­mera pareja con el monofiletismo de un solo plan estruc­tural. Y cayeron en ese error llevados por el afán polémi­co.

Sabido es que el gran zoólogo y anatomista Georges Cuvier había pulverizado la teoría del uso y abuso de los órganos o estructuras de Lamarck, y que en la misma Academia de Ciencias de Francia volvió a ridiculizar a Saint-Hilaire. Cuvier, como anatomista sistemático, creador de la paleontología, de las leyes de subordinación de los órganos y de la correlación de las formas, que también creía "en una primera Causa que preside todos los destinos" (15), sostenía como su maestro Linneo el "flexismo" de las especies naturales, con diversidad de pla­nes estructurales, multi o polifiletismo al estilo de Aris­tóteles. Del calor de esa controversia provino el exceso transformista de Lamarck. Las especies no podían ser fijas sino que debían ir necesariamente cambiando y derivando de las otras. Acá quizá convenga deternernos en el concepto mismo en juego.

Lo que acá se discute es la noción de especie. Palabra que significa "parecido" y que indica que los individuos no están aislados en la naturaleza sino agrupados por ciertas vinculaciones constantes. Algunos de esos nexos asociantes son las semejanzas morfológicas, pero de esto no se infiere que los parecidos o diferencias anatómicas delimiten exactamente a una especie. Asnos y caballos pertenecen a especies sistemáticas diversas, mientras que un "bull-dog" y un chihuahua, no obstante sus enor­mes disparidades de talla, integran la especie de canes domésticos. El mejor elemento diferenciador lo otorga la fecundabilidad recíproca prolongada. Es decir, que en el ejemplo del asno y el caballo, si bien existe la posibili­dad de su interfecundidad, su producto, el mulo, resulta un híbrido sin descendencia normal. Por lo tanto, aun­que no hay dos organismos iguales, los entes vivos no aparecen en la naturaleza en una serie continua, sino agrupados discontinuamente, con hiatos de especie a especie, sin pasos intermedios. Estas especies son prác­ticamente inmutables en sus formas perfectas, aun cuan­do se advierta una gran variabilidad dentro de sus límites infranqueables. Esto es, que son fijas per se y variables per acciden.

Tales notas han permitido la elaboración de categorías taxonómicas más o menos acertadas. Fue Carl Linneo (1707-1778) quien produjo la más afortunada y respetada clasificación de las especies, a partir de la gran división en los tres reinos: mineral, vegetal y animal. En sus Observaciones sobre estos reinos declaraba: "1°) Al considerar las obras de Dios todos ven muy claramente que todo ser vivo proviene de un huevo, y que todo huevo produce un retoño muy parecido al padre. Por eso ahora ya no se producen nuevas especies. 2°) La genera­ción multiplica a los individuos. En consecuencia, el número de individuos de cada especie es actualmente más elevado que primitivamente... Puesto que no hay especies nuevas, puesto que un ser dado produce siem­pre un ser similar, puesto que en toda especie hay una unidad que preside el orden, debemos atribuir, necesa­riamente, esta unidad progeneradora a cierto Ser Todo­poderoso y Omnisciente, es decir a Dios, cuya obra se llama la Creación... En nuestra ciencia, los que no saben atribuir las variedades a sus especies correspondientes, las especies a sus géneros naturales y los géneros a las familias, y sin embargo se jactan de ser doctores en esta ciencia, se envanecen, se equivocan y están engañados"(16). En principio, Linneo sostuvo un fixismo comple­to con su célebre aforismo: "Tot species numeramus quot ab initio mundi creavit infinitum Ens", pero en su Sistema de la naturaleza matizó un tanto su criterio. No obstante, la anterior postulación de 1738 originó el deba­te del que participarían Cuvier y Lamarck. Quien se aplicó en el ataque al sistema linneano antes que La­marck fue Buffon, afirmando que no hay más que indivi­duos y que las especies son productos de la imaginación. Comentando su proposición dice Etienne Gilson: "Ya Aristóteles pensaba que no existen sino los individuos; luego no debe haber especies; y, sin embargo, las hay; hay especies que, en cuanto tales, parecen bien reales, pero que, puesto que sólo las sustancias individuales son reales, no existen. Es el célebre problema de los univer­sales, y está de moda burlarse de la Edad Media por haber reducido a tal problema toda la filosofía; pero la Edad Media sólo dijo que todo el resto de la filosofía depende de la respuesta que se dé a este problema, cosa que es cierta.

La respuesta moderna presupone la nega­ción de la noción de «forma sustancial», que, lógicamen­te, supone la negación de las especies; y las niega, pero las recuerda sin escrúpulo ninguno cada vez que las necesita; el único modo de pasarse sin ellas es negar absolutamente la legitimidad de cualquier clasificación. El sentido común se acomoda mal a esto, pero la petrografía, la mineralogía, la botánica y la zoología no se acomodan mejor. ¿Cómo encontrar intermediarios entre las clases si la noción de clases no corresponde a algo real?"(17).

En Lamarck la negación se puede explicar por el hecho histórico que señala Herbert Wendt: "La revo­lución (de 1789) había suprimido jerarquías, los dogmas y conceptos básicos que, en apariencia, eran firmes; La­marck tuvo que llegar por tanto a la convicción de que tales constantes tampoco existían en la naturaleza"(18). Esto es posible, pero nos parece que tanto o más que el hecho político debió influir su enemitad personal con Cuvier. Apoyado en el dato paleontológico de que no se habían encontrado formas de transición que mostraran un cambio gradual, Cuvier razonó que las especies eran fijas, por lo menos en los últimos cuatro mil años, y que sus diversidades, extinciones y apariciones provenían de los cataclismos geológicos por creaciones sucesivas; catástrofes que su discípulo Alcides D'Orbigny catalogó con cierta exagerada minucia.

Contra esta rigidez entitativa reaccionó Lamarck postulando el extremo contrario, el de la variación continua. No advertían, quizá ni los unos ni los otros, que si había dificultades para precisar el concepto filosófico de "especie", desde el ángulo biológico ésta era una categoría imprescindible a los efectos prácticos, a la vez que dúctil y plástica. Que si el sistema linneano ofrecía excepciones, ellas se podían salvar otorgando más amplitud al concepto divisorio.

Así como Lucien Cuénot mantendrá, en nuestra época, la idea de los Ciados o tipos independientes e infranquea­bles, Louis Vialleton la de tipos formales (que incluye a las razas, las especies, los géneros y las familias), en razón de sus formas externas, y tipos de organización (que abarca los órdenes, las clases, las ramas y los rei­nos), por su estructura íntima, y Duane T. Gish la de clases básicas, que comprende a los animales o vegeta­les que comparten un principio genético común, coinci­dente o superior al de las especies singulares taxonómi­cas. Como decíamos, en lugar de enriquecer el concepto con aportes obtenidos de la realidad natural, transforma­ron la polémica en una disputa bizantina, cayendo en el nominalismo sistemático que denunciara y desmenuza­ra Vialleton.

Pues bien, lo que históricamente aconteció fue ese apego de Lamarck al individualismo biológico y a la postulación de la continuidad absoluta de todos los entes naturales. ¿Cómo explicar esa idea? La abiogénesis o generación espontánea, tan tentadora para solucionar la dificultad, ya había sido barrenada por Redi y, coetánea­mente a Buffon y Lamarck, por Spallanzani, quien de­mostró que no había infusorios o "gusanos" de la carne en putrefacción. Le quedaba a mano la salida heraclitiana de la derivación indefinida, esto es, el transformismo. Como dijimos, propuso dos vías instrumentales para jus­tificar este "evolucionismo" (que él no denominó nunca así, ya que se apartaba de la noción clásica de "evolución"). Las jirafas de cuello largo y las mutilaciones se convirtieron en sus argumentos. Toda la moderna gené­tica las ha desechado porque sostiene que el uso modi­fica a los órganos, pero no los cambia, y porque las varia­ciones del fenotipo (soma) no se reflejan en el genotipo (gérmen). Sin embargo, de ser esto así con certeza, po­dría Lamarck haber insistido en los efectos ambientales en el orden adaptativo de los seres vivos. Justamente dos autores de nuestro tiempo, que no son lamarckianos, han señalado la "evolución" del medio agronómico. Nos re­ferimos a Dubois y Fribault, quienes dicen: "Desde las primeras capas de los terrenos sedimentarios, vegetales y animales aparecen juntos, abundando en especies va­riadas. Después flora y fauna se renuevan y suceden en un mismo lugar, a medida que la evolución del medio crea condiciones de vida diferences. Estas nuevas condi­ciones del medio, hechas más tarde incompatibles con la fauna y la flora existentes, hacen a éstas periclitar y extinguirse, mientras que ofrecen a nuevos organismos los medios de subsistir y prosperar. Por otra parte, si las floras y faunas se suceden sobre la escena del mundo, no aparecen con todo en un orden de progreso gradual como lo quería la teoría de la transformación y de la evolución de las especies: los primeros seres que se encuentran fosilizados son ya muy complicados y de aspecto muy variado. Además, muchas de las especies han atravesado todas las épocas geológicas y han llegado hasta nosotros sin cambios, absolutamente semejantes a sus antepasa­dos del deveniano o del siluriano; si muchas de entre ellas viven todavía en los mares actuales, es poique allí encuentran las condiciones de medio semejantes a aque­llas que sus antepasados encontraran en los mares devo­nianos y silurianos.

Otras especies, por el contrario, se han extinguido porque el medio donde habían sido crea­das ha desaparecido sin retorno, mientras que especies creadas para el medio nuevo han venido a reemplazarlas. Lo repetimos, lo que han evolucionado no son las espe­cies sino el medio en que ellas vivían, y si, en realidad, especies diferentes, tipos de organización más y más complejos aparecen es porque un medio más y más rico en elementos nutritivos permite el mantenimiento de los organismos no más perfectos sino más complicados y dotados de medios de acción más poderosos. En cada tipo de organización las primeras especies que aparecen no son esbozos que poco a poco se perfeccionan para alcanzar un estado más perfecto; no: cada especie que aparece muestra en sus primeros representantes el tipo perfecto realizado de golpe. Aún más: las especies no aparecen lentamente, una a una, a medida de los progre­sos que podría realizar la transformación de los organis­mos; ellas aparecen, por el contrario, súbitamente «en gran número», «en matorral», dicen los paleontólogos. Estas apariciones «en matorral», olas fáunicas de Arambourg, que los transformistas atribuyen a migraciones en masa venidas de un medio desconocido y que denomi­nan «especies criptógenas», son en realidad creaciones nuevas para un medio nuevo que la evolución de atmós­fera, del suelo y del clima ha hecho posible.

Estos hechos se repiten en todos los tiempos geológicos y son irrefutables. Por lo tanto podemos decir que la creación decidida y gobernada por Dios en la eternidad, tal cual es indicada en el primer capítulo del Génesis, se realiza y manifiesta en los tiempos según las leyes agronómicas que rigen todavía la flora y la fauna del mundo ente­ro"(19). Por combatir a Cuvier, Lamarck descuidó su atención sobre esta "transformación" del medio ambien­te, que no de las especies, puesto que éstas son todas creadas, mediata o inmediatamente, por el Creador. Es que existe en el animal un entrelazamiento biológico entre él y su ambiente casi ineludible, como se ha ejemplificado modernamente con el caso de la salamandra axolotl de las cuevas mexicanas.

Solamente el hombre, como ya lo demostrara Albrecht de Haller, el gran fisiólo­go del siglo XVIII, no se comporta como la máquina concebida por Descartes, sometido a las leyes del mun­do externo. El hombre, dice Franz Büchner, "ejerce desde su propio centro una función reguladora y confi­gurante respecto a su contorno mundano, guardando con él una relación dialógica, una relación de un diálogo nunca interrumpido"(20).
Se suele decir que el camino del transformismo fue allanado por la derrota de las doctrinas geológicas de Cuvier y D'Orbigny, a manos del geólogo inglés Charles Lyell, quien con su obra Principies of Geology (1832) formuló la teoría de la uniformidad en la historia de la Tierra. Sin perjuicio de anotar que el postulado de Lyell sólo era válido para un sector del hemisferio boreal, por lo cual las correlaciones estratigráficas elaboradas sobre el modelo europeo son apenas aplicables a otros conti­nentes, conviene aclarar que Lyell rechazó explícita­mente la doctrina transformista (tanto en su versión lamarckiana, como en la embriológica enunciada por Serres, como en la seleccionista de su amigo y discípulo Charles Darwin), aferrándose siempre a la noción de Creación del Cosmos. El punto de partida materialista y transformista, en el ámbito anglosajón, no había sido propuesto por Lyell, sino por Eramus Darwin, con su "aburridísimo poema titulado Zoonomia", en el que sostenía, en 1794, que "todos los seres (del ratón al hombre) han sido igualmente generados a partir de un origen orgánico similar"(22).

No obstante el aparente desdén de su nieto por tales elucubraciones, obligado por el descrédito de las mismas, y como ya lo reseñára­mos en otra oportunidad (23), es seguro que Charles Darwin se valió tanto de ellas como de las teorías de Lamarck, Malthus, Wallace, Spencer y otros escritores materialistas.

Darwin, a diferencia de Lamarck, era ateo en sentido, estricto, pero, también, mucho más cauteloso en la emi­sión de su pensamiento. Como Lamarck, quería romper con la sistemática biológica ordenada por Linneo y Cuvier, no para probar ninguna unidad de causas creacionales, sino, todo lo contrario, para acreditar un mecanismo convincente del mecanicismo naturalista patentado por La Mettrie. No embistió, como Lamarck, de frente contra la noción de especie, sino contra su fijeza, lo que equiva­lía a lo mismo, desdibujándola en un proceso transmutador que partía de las variedades. "Considerando —de­cía— que las especies no son sino variedades fuertemen­te acusadas y permanentes, y que cada especie existió primero como variedad, podemos ver por qué no puede trazarse ningua línea de demarcación entre las especies, comúnmente atribuidas a actos especiales de creación, y las variedades, que se supone que se han producido por leyes secundarias". Más aún, añadía: "Se habrá aprecia­do en las anteriores observaciones que considero el tér­mino «especie» como un nombre dado arbitrariamente, por comodidad, a un grupo de individuos que se parecen estrechamente los unos a los otros, y que no difiere esencialmente del término «variedad», que se empleó para designar las formas menos distintas y más flotantes. A su vez, el término variedad, en la comparación de las diferencias puramente individuales, es también emplea­do arbitrariamente y por razones de comodidad".

Un continuo, pues, de arbitrariedad, que él creía demostrar con el ejemplo de los pinzones de las islas Galápagos y de las cruzas de las variedades caninas y ovinas efectua­das por los criadores ingleses. La naturaleza, casi tan inconscientemente como los cabañeros británicos, imi­taría a esos procesos selectivos, convirtiéndose en una gran criadora que eliminaría al Creador. La conclusión de esta teoría de la "selección natural" la destaca el neodarwiniano Waddington, al decir: "... Darwin escri­bió en un momento en que el mundo intelectual comen­zaba a estar inclinado a considerar y a admitir el cambio revolucionario en la consideración filosófica que implica la creencia en la evolución en vez de en una creación especial... Este convencimiento ha llegado a ser una de las nociones básicas que informan toda la idea general que el hombre se forma del mundo en que vive. Aceptán­dola no podemos ya considerar ninguna parte del mundo vivo como inmutable, es decir, como algo existente por sí. Nos hemos visto obligados a adoptar uno de los puntos de vista de los antiguos griegos, el de que todo es flujo y proceso. Cada cosa tiene su historia; su historia es lo que ha moldeado su carácter y sólo en términos de su historia podemos comprender su naturaleza" (24). Historicismo devenirista heraclitiano, que niega las esencias todas: he ahí el sustrato del transformismo darwiniano. Sin embar­go, en el mismo volumen de homenaje que le tributaron sus discípulos contemporáneos, Theodosius Dobzhansky se ve obligado a sentar algunas conclusiones que no se compadecen muy bien con las de su colega. Señala Dobzhansky que "un siglo después de Darwin el problema (25) de las especies permanece sometido a mucho estudio activo y a una viva controversia". Que "la existencia de especies se percibe intuitivamente incluso por personas sin entrenamiento formal en biología. En la mayoría de los idiomas los nombres de los animales y plantas noto­rios se refieren usualmente a lo que los biólogos denomi­nan especies... Las especies son hechos de la experien­cia diaria para los zoólogos y botánicos sistemáticos des­de los tiempos de Linneo hasta los nuestros". Que los métodos genéticos ofrecen "una confirmación mejor del carácter real de los fenómenos naturales denominados «especies»... puesto que una especie es un sistema gené­ticamente cerrado". Así: "La humanidad consituye una sola especie distinta de las del chimpancé, gorila y oran­gután. Cada una de estas especies constituye un sistema genéticamente cerrado y no existe ningún intercambio de genes entre los sistemas". Pero "la discontinuidad de la variación orgánica trasciende de las especies. Las especies se reúnen en grupos que se denominan géne­ros; estos géneros en familias, órdenes, clases y fila. Esta jerarquía de grupos concuerda admirablemente con el propósito de hacer una clasificación... La clasificación biológica refleja hechos objetivamente comprobables... El mundo vivo constituye, pues, una inmensa serie de grupos discontinuos de formas dispuestas jerárquica­mente... el agrupamiento constituye un hecho objetiva­mente comprobable"(25) Y otro transformista de la neo-darwiniana escuela "sintética", Ernest Mayr, asegura que las modernas investigaciones genéticas revelan la gran importancia del concepto de especie, y que no tiene sentido hablar de cambio si no se tiene la noción de tipo (26). En consecuencia, pareciera que, tanto antes co­mo después de Darwin, de tener que adoptar uno de los extremos griegos anteriores a Aristóteles, más que con el cambio heraclitiano nos tendríamos que quedar con el esencialismo de Parménides.

Como fuera, lo cierto es que Darwin planteó su combate en el terreno de la inesencialidad de las especies, y que "incluso se encarnizó hablando de las especies para decir que no existen. Te­nía necesidad —dice Gilson— de la palabra precisamen­te para poder negar la cosa". Y su empeño es explicable, como sigue anotando el gran filósofo francés, desde que "la especie es, por definición, un tipo estrictamente defi­nido: para ésta, cambiar sería dejar de ser ella misma, o sea, dejar de existir. Decir que las especies son fijas es una tautología; decir que cambian es decir que no exis­ten" (27).

Por otra parte en el ánimo del maestro del transformis­mo pesaba siempre la solución denominada "naturalis­ta", es decir, materialista. Esto se percibe con claridad cuando nos internamos en su teoría del origen de la variación, en el mecanismo hereditario que él formuló. Se le conoce como pangénesis, porque postulaba un desarrollo ontogenético de orden material, del cual eran agentes las "gémulas" o pequeñas partículas que ya pre­sentes en el semen transmiten las características de los progenitores. Como Lamarck, se adhirió a la teoría de la heredabilidad de los caracteres adquiridos, pensando que los hijos son una síntesis o fusión de los caracteres corporales de sus padres.

Al ignorar las normas de la herencia, descubiertas por Mendel en 1865, atribuyó su hipótesis transformista al traspaso hereditario progresi­vo, vehiculizado por las "gémulas". "Si Darwin hubiera poseído una conciencia más viva del carácter conserva­dor de la herencia —apunta su seguidor Donald Michie—, hubiera moderado la exuberancia de su teoría de la pangénesis"(28). Así es, y creemos conveniente hacer, con Jules Carles, una breve digresión para sintetizar este asunto. "Darwin, a quien había hecho célebre su libro sobre El origen de las especies, pretendió resolver el problema (de la herencia) con una extraña teoría que nada pudo añadir a su gloria: la teoría de la pangénesis. Según ella, el organismo estaría constituido por múlti­ples partes sin relación entre sí, y de las que hasta las menores poseerían su individualidad... De acuerdo con su hipótesis, cada parcela del cuerpo originaría como unas semillas, las gémulas, que serían pequeños ele­mentos capaces de reproducir la porción de donde fue­sen originarios... Las gémulas, una vez producidas, serían arrastradas por la sangre a través de todo el organis­mo, fijándose luego en cualquier lugar de éste... Darwin experimentó una gran decepción cuando Galton le dijo que no había podido descubrir gémulas en la sangre, pese a haber tomado todas las precauciones posibles. Darwin no abandonó por ello su teoría...

No nos entre­tengamos más con las gémulas, por divertidas que ellas sean. Indiquemos tan sólo que un discípulo de Darwin, un poco extrañado por la interpretación del maestro, mejoró la teoría afirmando que las gémulas no eran partí­culas materiales, sino olores especiales, olores sui géneris, para emplear su misma expresión. Y pasemos en seguida a aquel que ejerció mayor y más decisiva in­fluencia sobre toda la biología de finales de siglo, no por sus observaciones, puesto que era ciego, sino por sus teorías de sólida estructuración: Weismann...

Weismann llamó después a estas dos porciones (del organismo)... el gérmen y el soma, palabras la primera latina, que signifi­ca semen o semilla, y griega la segunda, que significa el cuerpo. El soma es la parte visible, la que a primera vista calificaríamos como de mayor importancia, en tanto que el gérmen se concentra en algunas células que no están al servicio del individuo, pero sin las cuales desaparece­ría la especie. Estas células representativas del gérmen son las reproductoras, algunas de las cuales dan origen, mediante la fecundación, a un nuevo individuo. En éste se forman, a expensas del gérmen, las primeras células del soma que crecen hasta alcanzar su tamaño normal, mientras que algunas otras quedan en reserva guardando intacto su capital para constituir las células sexuales del individuo nuevo. El gérmen se presenta, pues, como una continuidad sin interrupción desde el primer ser vivo que poseyó este patrimonio hereditario y lo transmitió a sus descendientes; está en el embrión y en el jóven en desarrollo, y cuando éste alcanza la edad adulta, la línea germinal, carente de interés para el individuo desde que pasó su etapa juvenil, se separa y va a formar otro organis­mo joven" (29).

Esta noción se combinó con la ley de domi­nancia de Gregorio Mendel, estableciéndose que los caracteres hereditarios "son permanentes e incorrupti­bles, capaces de atravesar sin cambios las generaciones, sea como dominantes, sea en la clandestinidad como recesivos, pero siempre quedando independientes y pu­ros". Caracteres que recibieron el nombre de "genes" agrupados en los filamentos del cromosoma de las célu­las, conforme a los experimentos de Bateson y Morgan, que dieron paso a la teoría cromosómica de la herencia, y a la ciencia que de ello se ocupa, esto es, la genética.

Ciencia repudiada por los materialistas, en especial por el materialismo dialéctico, al punto que la soviética Kostrioukova llegó a decir: "La teoría del gen es una teoría falsa que retrasa el progreso de la ciencia. El gen no es más que una ficción. Jamás lo veréis porque no existe"; pero que, sin embargo, fueron localizados —no ya en la mitosis o división celular, sino con la célula en reposo— por el microscopio electrónico en las investigaciones de Guyenot (30). Dadas la individualidad y la constancia nu­mérica de los cromosomas (Boveri, 1888), se pudieron establecer las bases citológicas y genéticas de la clasifi­cación por especies, con límites infranqueables. Asimis­mo con el estudio de los ácidos del núcleo de la célula, en particular, el ácido ribonucleico (ARN) y el desoxirribonucleico (ADN), se averiguó (Watson y Crick, 1953) el modelo de la estructura molecular, y usando el virus del tabaco se comprobó que ellos, los ácidos, operaban a la manera de un código informativo, o código genético. La ley biológica que lo rige es la de la invariación, de forma tal que todo cambio o mutación en esa información hereditaria es un ''error", que se paga con la "muerte genética", es decir, con la infecundidad de esas células germinales (31).

Y bien, estamos al cabo de la digresión anunciada: Darwin, como antes Lamarck, postuló al me­canismo hereditario para ser el agente de su teoría transformista, con el resultado de que su incitación provocó el desarrollo de una ciencia que conoce a la herencia como un elemento profundamente conservador y esclarecedor de la estabilidad de las especies naturales. Volvamos aho­ra a la doctrina de la pangénesis.

En contra de la idea epigenética de Aristóteles (de los poderes vitales latentes) los antiguos materialistas pos­tularon la abiogénesis y la pangénesis, o preformismo sostenido por Hipócrates. "Aristóteles rechazó la teoría de la pangénesis y toda idea de preformismo en la repro­ducción. A falta de adecuadas posibilidades de examen material de la cuestión, razonaba diciendo que el ger­men no podía tener el mismo carácter que las partes de las que provenía, por lo que debía haber en el proceso de la reproducción una verdadera actividad «creadora», de despliegue de lo que es únicamente potencialidad cuan­do se halla en el progenitor. Tomando en consideración el hecho de que el organismo entero es mayor que cada una de sus partes, afirmaba que el mejor modo de expli­car al propio tiempo la repetición del tipo y la producción de lo nuevo que aparecía en el hijo consistía en recono­cer la presencia del factor potencial en el material repro­ductor y considerar el proceso de desarrollo como una gradual educción o actualización de la forma adulta. Este despliegue o desenvolvimiento orgánico se denomina epigénesis. Es interesante observar que en toda la histo­ria de la biología la opinión de los especialistas se ha dividido entre la teoría de la epigénesis y la teoría de la preformación.

Darwin, en El origen de las especies, revi­vió una teoría de la pangénesis muy parecida a la de Hipócrates" (32). Retomada por Malphigi, la teoría preformista, con los aportes de Stenon y De Graaf, se divide en los bandos "ovistas" (del óvulo femenino, Ch. Bonnet) y "animaculista" (del espermatozoide). Y de este Charles Bonnet (de un libro titulado Palingenesia filosófica, ca­pítulo "Preformación y evolución") Darwin sabe de la antigua teoría ontogenética, a la que él adhiere, y que el término "evolución" corresponde a la teoría contraria, la epigenética, que él repudia. Por esto no usa en las prime­ras ediciones de su On the origin of Species la voz evolu­ción. Luego, divulgada la novísima acepción de Spencer por Huxley, la adoptó y recién entonces la palabra evolu­ción "perdió su primer sentido, el único que en verdad le corresponde con exactitud, inaugurando así una época de confusión verbal de la que aún no ha salido el lengua­je científico. Lo que algunos contemporáneos de Darwin llamaban evolución era, de hecho, lo contrario, una espe­cie de epigénesis" (33).

Además de la confusión verbal conviene añadir que la pangénesis darwiniana también fue eliminada por las buenas observaciones microscópi­cas y por sólidas construcciones, como las de Wolf, Driesch y Delage. En definitiva, podríamos concluir con Waddington que la teoría de la pangénesis "ha resultado insostenible" (34).

La de la abiogénesis, o teoría cosmozoica, según la cual la vida tendría un origen espontáneo inmediato de la materia inorgánica, fue derrotada por la ciencia bacte­riológica, con los experimentos con pútridos que hicieron Rodi, Swammerdamm, Spallanzani, Louis Pasteur, Claude Bernard y Moore. De ahí que, como ya lo dijéra­mos, se buscara otra salida "naturalista" (claro que siem­pre quedaron los utopistas de las "panspernias cósmi­cas", que nada explican).

Serres, Müller y Haeckel pro­pusieron luego la doctrina de la palingenesia, fundada en la ley embriogenétíca fundamental, conforme a la cual la ontogénesis es la recapitulación de la filogénesis. Y pre­cisamente con ella Ernst Haeckel postula el transformis­mo o evolucionismo integral. Claro que tal empresa, como es sabido, contrariaba las cuatro leyes de la em­briología sentadas por Von Baer (1828). En particular, y a estar a las comprobaciones científicas posteriores (His, Vialleton, Hertwig, Garstang, De Beer, Spath, Hurts, Sedgwick, Hadzi, Roux, Woltereck, etc.), las partes del embrión no son órganos, sino sólo principio de los órga­nos, de modo que no pueden reproducir órganos de animales inferiores; la forma específica aparece antes que las estructuras orgánicas internas, y el embrión de una forma superior no guarda semejanza con la forma de otro animal, sino sólo con su embrión. En definitiva, como lo indicara Caullery, no hay "recapitulación" em­briológica, y, en consecuencia, tampoco "palingénesis". En todo caso, su variante, la "cenogénesis", o adaptacio­nes por errores, fue lo único que se comprobó, pero por una vía inesperada, al descubrir Brass las falsificaciones de fotos de fetos que "probaban" la ley biogenética (35).

Cerrado este camino materialista al transformismo, vino todo el esfuerzo filogenético por el lado paleontológico, del que no podemos ocuparnos aquí, salvo el enunciado de su infecundidad final. Lo que era previsible, puesto que ese terreno prehistórico, como dice Gonzague de Reynold, "plantea más problemas de los que puede re­solver... Renán decía de la historia que es una pobre, pequeña ciencia conjetural: ¿qué no habría dicho de la prehistoria?... La prehistoria es para nosotros el reino inmenso y oscuro del anónimo" (36).

La única prolongación legítima de la hipótesis transformista se produjo en el terreno biológico por obra del mutacionismo, iniciado por Hugo de Vries en 1901 y continuado por la escuela neodarwiniana de la "sínte­sis" (J. Huxley, G. G. Simpson, Haldane, Mayr, Dobzhansky, etc.). Ellos abandonaron el último sentido se­mántico probable de la voz "evolución" (transmutación gradual de las especies) propugnado por Darwin, reemplazándolo por un cambio brusco, revolucionario, in­ventando la "evolución explosiva", "espasmódica" o aun "discontinua" de las poblaciones vivas, por la com­binación de diversos factores, entre los principales la selección natural y el azar darwinianos. Su campo fue y es el de la genética, y allí, tanto el código de las macro-moléculas cuanto las leyes del cálculo de probabilida­des, les han creado serias dificultades para afianzar su versión evolucionista.

Los experimentos de Alexis Jor­dán con la "Drama Verna" mostraron que las mutacio­nes, por vía selectiva, no operaban más allá de la vigési­ma generación, luego de la cual la estabilidad era absolu­ta y la variación nula. Todo ello dentro del campo intra-específico, o de las variedades y razas. Más aún: esta "evolución" es "limitada y regresiva al seno de una especie, por la muerte sucesiva de los individuos, cuan­do la degeneración del patrimonio genético no permitía más vivir en las condiciones del medio donde ellos se desarrollaran" (37).

Y Friederich al observar las mutacio­nes de la mosca "drosófila" indicó que no había ningún verdadero progreso de la organización, una diferencia­ción más intensa con aglomeración simultánea, conclu­yendo que con la mutación sólo se origina una perturba­ción del equilibrio biológico (38).

En cuanto al azar, los matemáticos Edem y Abon, del ITTM (en el Winstar Symposium de 1967), le han opuesto las reglas del cálcu­lo de probabilidades, demostrando que ni aun con el tiempo histórico-geológico más hipotéticamente prolon­gado de la Tierra (3 mil millones de años) y tomando la mutación supuestamente positiva el camino más corto dentro de una infinidad de alternativas, podría haber originado un organismo (39). Por estas y otras razones el macromutacionismo extraespecífico no ha podido con­vencer sino a los ya convencidos de las bondades de la teoría transformista.

Si recordamos que la revolución de la física contempo­ránea (a partir de 1900) concluyó con la era de predominio determinista y que el renacimiento de las concepcio­nes Finalistas, con Lucien Cuénot (40) en el campo bioló­gico arruinó el mecanicismo cartesiano, y lo unimos al fracaso experimental de las teorías transformistas rese­ñadas, veremos que la cosmovisión materialista-dialécti­ca, la de Empédocles, y de Heráclito, el Oscuro de Efeso, ha perdido gran parte de la aceptación que le brindara el mundo moderno. El zoólogo de Bamberg, Oskar Kühn, nos dice a propósito de esta situación científica: "Dos hechos están, a mi juicio, definitivamente comprobados: la constancia y autonomía de las especies y el carácter no mecanístico del proceso evolutivo.

W. Troll, el primero de los morfólogos de nuestros días e iniciador de esta disciplina, ha asentado la tipología sobre unas bases tan firmes que toda duda parece injustificada. La paleonto­logía acude en su apoyo, y el hecho de que los más destacados paleontólogos admitan la generación súbita y no mediatizada de nuevas especies implica su constan­cia. Con Troll, sustento la opinión de que las especies, como los pensamientos, deben interpretarse como provi­niendo del más allá, por obra de un poder creador velado en la naturaleza, el cual, imprimiendo nuevas caracterís­ticas a la materia, crea las formas básicas específicas de las conformaciones orgánicas. La sistemática constituye un hecho objetivo que no sólo se intuye en la naturaleza. Media una apreciable diferencia entre aportar ideas ar­bitrarias a la interpretación de la naturaleza y deducir la verdad partiendo de observaciones comparativas (Troll).

Uexküll compara a los biólogos ciegos para las conceptos y que privan a la naturaleza de todo sentido con un químico que, instado a que diera su opinión sobre un cuadro de Rembrandt, procediera a analizar sus colores. El tipo no mecanístico de la evolución debe considerar­se como demostrado. El concepto evolutivo de Darwin se encuentra en contraposición con el verdadero por el que se entiende un desarrollo con sujeción a un estado de culminación.

En cuanto a las ideas de Darwin no se trata de una evolución propiamente dicha, sino de un impulso dirigido, que como representación casuística carece de sentido, de valor y de contenido... La genealo­gía consta de innumerables ontogénesis que, de cuando en cuando, han experimentado determinadas alteracio­nes. La ontogénesis es una epigénesis, una evolución dirigida o, en otras palabras, el aumento de la diversidad de las formas materiales... El aumento de la diversidad proviene de dentro, aunque un huevo considerado como máquina no puede dar origen a este aumento en la diver­sidad... La evolución mecanicista es del todo imposible y la cumulación es igualmente recusable" (41).

¡El aumento de la diversidad! Esa increíble conjunción de bimillonaria diferenciación de los individuos, junto a la millonaria estabilidad de las especies, resulta, en verdad, inexplica­ble para el transformismo. Sabemos que en el orden metabólico se observa una continua regeneración de cada ser, de ahí que se diga que cada hombre "renace" cada doce meses. Tal dinamismo supone una "evolu­ción" o mutabilidad muy avanzada (el reposo absoluto es el signo de la muerte metabólica).

La embriología nos exhibe un camino de desarrollo, de despliegue, desde el huevo al ser maduro, que también supone una "evolu­ción" real, aunque más moderada. La morfología, en cambio, nos da cuenta de una permanencia de las formas sustanciales. La vida, dijo Cuvier, es como un torbellino en que la forma permanece mientras la materia cambia. Esto sólo puede explicarse a la luz de la doctrina clásica del dualismo hilemorfista. Si vemos a un cuerpo cuyas células están cambiando, mientras su cantidad y estruc­turas permanecen constantes, tendremos que aceptar esa dualidad básica, si es que queremos entender algo. Y si nos preguntamos por las causas nos veremos obligados a reconocer a la Causalidad Trascendental.

Claro que, a partir de allí, saldremos del exclusivo territorio de la empine y pasaremos a la metafísica y a la teología, y nos detendremos ante el misterio. Dios, dice Schmaus, late en el misterio, siendo causa y objeto de continua sorpre­sa de la creatura. El universo, lo dijo el poeta Schiller, "es un pensamiento de Dios". Y nosotros, sus creaturas, sabemos sólo un poco de ese pensamiento. Como lo dice Hamlet: "Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Hora­cio, que las que conoce nuestra filosofía". El fetichismo cientificista y materialista ha procurado, en vano, inhabilitar la búsqueda del Deus absconditus, que es la única causa de la evolución de las cosas.





1 Vialleton, Louis, L'origine des étres vivants. L'illusion transformiste, París, Pión. 1929, pp. 344,364-365.
2 Aristóteles: De Partibus Animalium, I, I, citado y comentado por Mihura Seeber, Federico: Supuestos teóricos del evolucionismo, Bue­nos Aires, 1978, mimeografiado, pp. 20-21,44-45.
3 Templado, Joaquín: El desarrollo de las ideas evolucionistas, en Crusafont, M. y otros: La evolución, Madrid, B.A.C., 1966, p. 82.
4 Boyer, Charles, S.I.: Evolucionismo antropológico, en Estudios, Santiago de Chile, Año XII, N° 240, septiembre-octubre 1954, pp. 8-9.
5 Mihura Seeber, Federico: op. cit, p. 121.
6 Huxley, Julián: en Evolution afterDarwin, ed. de Sol Tax, Chica­go University Press, 1960, T° III, p. 253.
7 Huxley, Julián: en "The Observer", London, 17 de julio de 1960, p. 17; y en What is Humanism?, San José, California, 1956.
8 Huxley, Julián: Religión sin revelación, Buenos Aires, Sudame­ricana, 1967, pp. 21,22,41-42,85.
9 Cit. por Fraile, Guillermo, O.P.: Historia de la filosofía, T° III, Del humanismo a la ilustración, Madrid, B.A.C., 1961, pp. 913,911.
10 Diderot: La interpretación de la naturaleza, cit. por Plebe, Ar­mando: ¿Qué es verdaderamente la ilustración?, Madrid, Doncel,1971, p. 33.
11 Nordenskiold, Erick: Evolución histórica de las ciencias biológi­cas, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1949, p. 277.
12 Monet de Lamarck, Jean-Baptiste: Histoire naturelle des animaux sans vertebres, París, Bailliére, 2a. ed., 1835, T° I, pp. 267,264,272.
13 Geoffroy de Saint-Hilaire, Etienne: Des monstruosités humaines París, 1822, p. 498.
14 Geoffroy de Saint-Hilaire, Etienne: Etudes progressives d'un naturaliste, París, Roret, 1835, p. 189.
15 Cit. por Eymieu, Antonin, S.J.: Los creyentes y los progresos de la ciencia durante el siglo XIX, México, Jus, 1949, p. 172.
16 Cit. por Gilson, Etienne: De Aristóteles a Darwin (y vuelta). Ensayo sobre algunas constantes de la biofilosofía, Pamplona, EUN-SA, 1976, pp. 84-85, 86.
17 Gilson, Etienne: op. cit., p. 92.
18 Wendt, Herbert: Antes del Diluvio, 2a. ed., Barcelona, Noguer,1972, p. 101.
19 Dubois, Arthur, y Fribault, Odette: Evolution ou Création, Nice,1957, pp. 47-48.
20 Büchner, Franz: Cuerpo y espíritu en la medicina actual, Madrid,Rialp, 1969, p. 84.
21 Waddington, C.H.: Teorías de la evolución, en Barnett, S.A. yotros: Un siglo después de Darwin, Madrid, Alianza Editorial, 1966, T°I,p. 15.
22 Singer, Charles: Historia de la biología, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1947, p. 300.
23 Díaz Araujo, Enrique: Darwinismo: origen y descendencia, en"Mikael", Paraná, N° 20, Año 7, segundo cuatrimestre 1979, pp. 19-20.
Waddington, C.H.: op. cit, pp. 16,20.
25 Dobzhansky, Theodosius: La idea de especie después de Darwin, en Barnett, S.A. y otros, op. cit, T° I, pp. 39,40,47,49,58,59,61.
26 Mayr, Ernest, en Evolution after Darwin, cit, T° III, p. 212.
27 Gilson, Etienne: op. cit., p. 316.
28 Michie, Donald: La tercera fase de la genética, en Barnett, S.A. y otros, op. cit, T° I, p. 98.
29 Carles, Jules: Hacia la conquista de la vida, Madrid, Aguilar, 1960, pp. 95-96.
30 Carles, Jules: op. cit, 102, 115, 118.
31 Ver Monod, Jacques: El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna. Barcelona, Barra!, 2a. ed., 1971, pp. 129, 134-136; Santiago Calvo y Jordana Butticaz: Fundamen­tos de bioquímica celular, Madrid, Rialp, G.E.R., 1975, T° 23, Vida I, p. 507, y las consecuencias de orden ideológico que señala Giuseppe Frezzolini en Manifiesto de los conservadores, Buenos Aires, Almena, 1979, p. 19.
32 Nogar, Raymond ].: La evolución y la filosofía cristiana, Barcelo­na, Herder, 1967, p. 285.
33 Gilson, Etienne: op. cit, p. 122.
34 Waddington, C.H.: op. cit., p. 24.
35 Brass-Gemelli, A.: Le falsificazioni di E. Haeckel, Firenze, Fioren-tina, 1912.
36 Gonzague de Reynold: La formación de Europa, Madrid, Pegaso, 1947, T° I, pp. 234, 231. Por su parte, Karl Jaspers apunta: "La repre­sentación de la prehistoria no nos aporta ningún conocimiento positivo satisfactorio., todas las ordenaciones de esa clase son construcciones ideales... La primera humanización del hombre es el misterio más profundo, hasta ahora absolutamente impenetrable y por completo incomprensible para nosotros. No se hace más que disimularlo me­diante modos de decir que nada explican hablando de evolución gra­dual, de transición. Podemos fantasear sobre la génesis del hombre; pero tales fantasías fracasan por sí solas, pues cuando hacemos devenir hipotéticamente al hombre ya hemos puesto allí al hombre sin darnos cuenta... Lo que llamamos historia no parece tener nada que ver con la evolución biológica". En Origen y meta de la historia, Madrid, Revista de Occidente, 1968, pp. 56, 57,59,60.
37 Tailhades, E.: Génétique et évolution, en La pensée catholique,París, 1964, N° 93-94, p. 101.
38 Cit. por Kühn, Oskar: Consideraciones críticas sobre el problemade la evolución, en Arbor, Consejo Superior de Investigaciones Cientí­ficas, Madrid, 1951, N° 19, p. 384.
39 "Si bien puede explicarse la formación al azar de ácidos nucleicos primitivos y aminoácidos, nadie comprende realmente cómo estos componentes puedan haberse ensamblado espontáneamente para for­mar una célula viva... En una conversación reciente, un científico que estudia el asunto bromeó (fuera de registro), diciendo que su trabajo sería más sencillo si él creyera en un Ser Supremo. Esto, por supuesto, es lo que creen los creacionistas, y el establecimiento del origen del código genético es uno de sus argumentos más fuertes. Así dice Gary Parker, un biólogo del Instituto para la Investigación de la Creación, de San Diego (California), quien ha sido coautor de varios libros del instituto... «Todos nosotros podemos reconocer los objetos creados por el hombre», dice Parker, mientras levanta una lata de gaseosa «Dr. Pepper» de su escritorio. «Todo el tiempo, todas las posibilidades del mundo, todas las reacciones naturales del aluminio con otras clases de elementos nunca van a resultar en una latita azul que dice «Dr. Pepper». Similarmente, arguye Parker, el complejo sistema que forma una célula viva sólo puede haber aparecido por el diseño o designio inteligente de un Creador". Gurin, Joel: Resurgimiento del creacionis­mo, en "The Sciences", Vol. 21, N° 4, abril de 1981, pp. 16-19; reprodu­cido en "Current Contents", Sección ISI Press-Digest, Vol. 24, N° 33, 17 de agosto de 1981, p. 11. A lo que convendría añadir que "crear"'no lo mismo que "hacer".
40 Cuénot, Lut'ien: liiL'L'ntion i'l finiilítí'í'n biologie, París, Flammarion, 1941.
41 Kühn, Oskar: op. cit., pp. 386, 387.






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